¿Lengua de señas o lengua de signos?: Una visión crítica de la denominación, desde una perspectiva histórica de la educación de los sordos en España

ANtonio-GasconPor Antonio Gascón Ricao[1]

Barcelona, 2017.

Sección: Artículos, historia.

 

“Es indudable que, por lo general, no hablan los sordomudos porque no pudieron oír para imitar; siéndoles, por lo mismo, imposible comprender lo que se les dice. En este caso, los no instruidos están eternamente separados de la sociedad […] y los instruidos, mientras no hablen, ni entiendan por la vista lo que se les habla, quedan reducidos a un círculo social tan corto como el de los suyos y sus conocidos: extendiéndose, cuando más, a las personas que tengan la paciencia de hablarles por escrito, y de esperar a que contesten ellos por el mismo medio”.

Estos eran los principales argumentos que esgrimía en su tiempo el abate francés Charles M. L´Epée, y con los cuales buscaba el justificar su indudable labor caritativa y humanitaria en pro de los sordos, al haber sido el primer maestro que había conseguido abrir en París, y en los finales del siglo XVIII, una escuela pública para sordos, cuyos resultados pedagógicos y prácticos eran el asombro del mundo conocido. Una escuela peculiar que con el paso del tiempo devendría en un punto de referencia obligado, a partir del cual fueron irradiando otras muchas escuelas similares por toda Europa y América, al formarse en ella muchos de los maestros de aquella misma época.

Pero a la hora de resumir aquella particular enseñanza, L´Epée, siempre acostumbraba a anteponer primero los motivos principales que le habían motivado a ello, o los prejuicios de su época, según se mire, aportando, al final, la solución ideal que él había ideado ante aquel evidente problema de incomunicación. Una solución que, en realidad sólo pasaba por el esfuerzo y sacrificio por parte de la minoría sorda. Puesto que de ella dependía únicamente, y si su pretensión era el reconocimiento oficial de la sociedad oyente, el adaptarse a las formas mayoritarias y no a la inversa, por ello L´Epée afirmaba: “Jamás aprenderán las gentes a correr la posta con los dedos, haciendo signos o letras, ni con los ojos, para ver que hacen los mudos, por el gusto de hablar con ellos: el único medio de restituirlos enteramente a la sociedad es hacerlos oír por los ojos y expresarse de palabra.”.

Siguiendo los pioneros pasos de L´Epée en aquel campo de la pedagogía, sesenta años más tarde, en 1838, y en Barcelona, José María Moralejo, director de la escuela para sordos patrocinada por la Junta de Comercio de aquella capital, explicaba así el método pedagógico ideal a desarrolla, según su opinión: “Y por ello se les enseñará a “pronunciar y leer las inflexiones naturales de la voz, y a comprender por la vista lo que se les diga […] tres objetos, por tanto, debe comprender la verdadera instrucción de tan infelices criaturas; primero, una instrucción igual a la que pueden recibir los demás hombres; segundo, el habla; tercero, la vista como suplente del oído”.

De ambos comentarios se desprender que uno de los principales motivos que forzó a la elaboración de aquel programa pedagógico en concreto, y no otro diferente, había residido en el falaz argumento, el esgrimido por L´Epée, sobre la supuesta falta de paciencia de los oyentes con los sordos, a la hora de comunicarse con aquéllos. Todo ello, con la más absoluta indiferencia de que los sordos ya escolarizados fueran más que capaces de expresarse y comunicarse con la mayoría oyente a través de la escritura, los “signos” o con el uso de un alfabeto manual.

De esta forma, la única salida pensada para el sordo desde el siglo XVIII, y en el supuesto caso de que éste estuviera realmente dispuesto a integrase de pleno en una sociedad oyente, era el renunciar totalmente a sus diferencias particulares, estuviera instruido o no. Para ello, primero, debería dejarse educar, de forma obligatoria, en el habla, aprendiendo, además, a leer los labios de las personas, digamos, normales. De no ser así, los sordos continuarían condenados, a perpetuidad, al grado de ser unas “criaturas infelices” e incapaces de vivir o desenvolverse en el seno de ella.

Sin embargo, los resultados de aquella política educativa desmentían las bondades de aquel sistema unidireccional. Los alumnos de L´Epée podían tomar al dictado textos franceses de cierta dificultad, pero no entendían lo que habían escrito y no podían tampoco, por sí mismos, escribir ni siquiera unas frases sencillas. De la misma forma, que un alumno sordo francés podía traducir al lenguaje de “signos”, inventado por L´Epée, el texto de una carta, pero no podía llevar a cabo las instrucciones que en ella se expresaban, por muy sencillas que éstas fueran.

A lo cual L´Epée contestaba furioso: “¡Por supuesto! Yo comprendo el italiano pero no puedo redactar en italiano; los sordomudos entienden el francés porque lo traducen mediante “signos” y eso me basta […] No esperéis que alguna vez (los sordos) puedan expresar sus ideas por escrito. Nuestro lenguaje no es el suyo: su lenguaje es el lenguaje de los “signos”. Debéis conformaros con que sepan traducir nuestro lenguaje al suyo, como nosotros traducimos las lenguas extranjeras, sin saber pensar ni expresarnos en ellas […] ¿De qué os reís? Por todos los medios queréis formar escritores, y nuestro método sólo puede formar simples copistas”.

A la vista del comentario anterior, cuando menos, habrá que reconocer el valor personal de L´Epée, al reconocer abierta y francamente el fracaso de su enseñanza. Por otra parte, en la actualidad, y después de más de doscientos años de experiencias múltiples en el mismo campo, nos encontramos, en términos generales, en el mismo punto del problema. Olvidándose casi siempre, y de entrada, de que el sordo tiene, como muy bien decía L´Epée, un lenguaje propio que la gran mayoría oyente desconoces, y ante el cual nos empeñamos en cerrar los ojos ignorándolo.

La prueba más evidente de ello está en que, para dialogar con un sordo, se necesita la mediación de intérpretes. Y frente a éste problema de comunicación, idéntico al que nos encontramos ante cualquier idioma foráneo, resulta que la única vía que se utiliza pasa, de manera radical, por la total renuncia del sordo a su lenguaje natural, al deber aprender este, y por narices, el nuestro. Todo ello, conociéndose, ya de antemano, los nefastos resultados.

El hecho evidente de que los sordos tienen un lenguaje propio, y común, ya lo confirmaba, de manera erudita, Hervás y Panduro en 1795, al explicar que: “El maestro ha de tener siempre presente, que toda gramática mental, conque los sordomudos forman sus raciocinios, no contiene sino tres partes de la oración, que son nombres, verbos y dicciones, que se unen ya con éstas, y ya con los nombres. La invención de los pronombres, artículos y casos, géneros de las cosas inanimadas, es efecto de especulación; por lo que éstas cosas se han de enseñar a los sordomudos no con el orden que ha dispuesto el gramático, y que se usa en las escuelas de viva voz, sino con el que facilite más la inteligencia”.

Más que demostrada, pues, la existencia real de dicho lenguaje, cabría entonces el entrar en cómo, y en puridad, se podría denominar dicho lenguaje en castellano. Una cuestión hoy, desgraciadamente, en litigio. De recordar las palabras anteriores del abate francés L´Epée, el término que él utiliza para designarlo era el de “signos”. Pero resulta así por una mala traducción al castellano del término francés “signe”, que equivale en nuestro idioma a “seña”, pero que en francés se utiliza, de forma ambivalente, para designar tanto al “signo” como  a  la “seña”.

De este modo, “parler avec des signes”, equivaldría en castellano a: “hablar por señas” o,, afrancesando el término, “hablar por signos”. Sin que se pueda llegar a definir más en nuestro idioma, ya sea en un sentido u otro. Por otra parte, en España, y particularmente en Cataluña, y por poner un ejemplo cercano, existen, al igual que en el idioma castellano, y probablemente por la proximidad geográfica, dos palabras catalanas muy diferenciadas referidas al mismo término: “senya”, igual a “seña”, y “signe”, escrito igual que en francés, pero que se traduce por “signo”. Y a pesar de ello, y para calificar dicho lenguaje, la denominación actual que se está utilizando en Cataluña es: “Llengua de Signes Catalana”, Lengua de Signos Catalana.

En el caso particular catalán, al igual que en el de Madrid, se podría entender, y hasta justificar, esta denominación peculiar, si se tiene en cuenta que la mayoría de los primeros maestros de ambas escuelas, y concretamente los de los siglos XVIII y XIX, pasaron un tiempo, para su aprendizaje, por la escuela de París. De esta forma, no puede resultar extraño que a su regreso utilizaran, para definir aquel lenguaje, el término francés “signe”, “signo”. Una denominación idéntica que, a su vez, también se utilizaba en el medio para referirse al sistema inventado por L´Epée: los “signos metódicos”, y como tal, reducida y aceptada, se ha fosilizado. La diferencia reside en que, para aquellos maestros, era una expresión, más bien, profesional o de argot y, por lo mismo, no tenía porqué contemplar, de manera ortodoxa, el hecho circunstancial de que fuera definitoria o no en nuestro idioma.

Una cosa está muy clara, en castellano, y tal como ya recogía el Universal Vocabulario de Alfonso de Palencia, y en 1490, “señas”, equivalía a una acción ejecutada mediante el uso de la mano. De la misma forma que “signo” venía a equivaler a “señales”, entendidas, de forma general, como algo ejecutado mediante el uso exclusivo de los dedos.

Pondremos un ejemplo práctico y actual. Si una persona tratara de llamar la atención a otra lejana, agitaría las manos y los brazos. Y si el interesado no repara, y resulta que está acompañado de otra persona que sí percibe el mensaje, éste le diría de manera normal: “Mira, te están haciendo señas”. Por el contrario, si una persona eleva el dedo índice y el medio, y los abre, todo el mundo sobreentiende que el individuo en cuestión está ejecutado el “signo” de la victoria. Luego, el primer ejemplo resulta ser una “seña” manual, y el segundo un “signo” o “señal” de algo concreto. De esta forma resulta que el actual alfabeto manual de los sordos es un alfabeto “significativo”, en este caso de las letras, pues mediante los dedos se imitan, de manera figurativa, las formas de aquéllas.

Siguiendo en España, en 1550, el Licenciado Lasso, un jurista castellano, escribe un Tratado legal sobre los mudos o Tratado de Tovar. Un alegato jurídico de encargo pero a favor de los sordos, y donde se recogen los medios necesarios, y mínimos, que pueden utilizar éstos, de acuerdo con la ley, para poder realizar contratos, dictar los testamentos, aceptar herencias, acceder al sacramento del matrimonio o ser testigos en los juicios. De esta forma sabemos que, básicamente, los medios reconocidos por la justicia de aquella época eran: las “señas”, las “machinas”, los “characteres”, en el caso de los contratos o aceptaciones de herencias, por “señales y “characteres” en el caso del matrimonio o por “señales inteligibles” o por escrito en el caso de los juicios.

Descartando, en principio, el tema de los “characteres” o de las “machinas”, nos vamos a quedar sólo con las “señas” y con las “señales inteligibles”. Queda muy claro, vistas ya las definiciones de Alfonso de Palencia de 1490, que cuando el Licenciado Lasso se refiere a las “señas” está hablando del primer lenguaje del sordo, el que se ejecuta con las manos. Del mismo modo que cuando habla de “señales inteligibles” se está refiriendo a que el sordo, para hacerse entender, puede señalar, con la ayuda de los dedos, o con gestos expresivos, sus intereses.

Luego la ley en 1550 ya contemplaba, y admitía, dos vías básicas de comunicación con los sordos, a las cuales habría que sumar los otras dos artificiales: los “characteres”, letras o escritura, y las “machinas”, probablemente artificios tales como discos tipo criptográficos, de papel o cartón, mediante los cuales el sordo podía dar a entender las letras del abecedario, y formar con ellas las palabras necesarias. De la misma forma que la ley también aceptaba, en caso de conflicto, y sin excepción, los intérpretes. Papel que solían ejercer, indistintamente, los familiares más allegados o la persona concreta que estaba a cargo del sordo.

En el último tercio del siglo XVI, vamos a soslayar a sabiendas el ejemplo de Pedro de Velasco, el mejor alumno de Pedro Ponce de León. Puesto que éste, al prohibirle el fraile, de manera tajante, el uso de las señas, prueba evidente de que Ponce era oralista, el sordo Pedro de Velasco se vio obligado a tener que expresarse únicamente por la voz o, como mucho, por mediación de un alfabeto manual simbólico, invención de Ponce. Alfabeto manual que no tenía nada en común con el actualmente se conoce y utiliza. Es por ello que vamos a tomar otro ejemplo contemporáneo y mucho más revelador: el del pintor español Juan Fernández de Navarrete, el Mudo.

Al decir de los cronistas de aquel momento, Fernández de Navarrete se expresaba por “señas”, por ”muy buenas demostraciones y señas” o por “señas ciertas”. Lo que viene a implicar que Navarrete usaba tres niveles de lenguaje: “señas”, “buenas demostraciones” y “señas ciertas”. De tomar los dos últimos, cabe sobreentenderse que con dichos términos se refiere al uso habitual, por parte del personaje, de algún tipo de lenguaje gestual y expresivo, aparte de las “señas”. Además de todo ello, el Mudo, sabía “screvir y firmar y contar” y hablar, “y huso de hablar y pronunciar algunas palabras”. Casi nada.

Unos años más tarde, en 1620, aparece la figura del aragonés Juan Pablo Bonet, autor de la Reducción de las Letras y Arte para enseñar a hablar los mudos. Y una de las primeras observaciones que Juan Pablo Bonet apuntaba en su obra era que: “compruébase con que si se juntan mudos, aunque nunca se hayan visto, se entienden por usar unas mismas señas, siendo ésta la primera constatación escrita en España sobre el uso de aquel lenguaje particular. Del mismo modo, que en otro apartado, Bonet también remarcaba que la educación de los sordos, en ningún caso, debería pasar jamás “por vía de jeroglíficos”.

Un curioso comentario que vuelve a recoger, muchos años después, Blas Antonio de Cevallos, autor del Nobilísimo Arte de Leer, Escribir, y Contar, y su enseñanza, obra editada en 1692: “Solo diré, ajustándome a la brevedad que pretendo, que por la misericordia infinita ha llegado a tan superior y perfecto grado este ilustre Arte que hasta para los Mudos ha inventado reglas para enseñarlos a hablar, leer, escribir y contar, no por jeroglíficos, ni por la mano, como también a inventado el ingenio; sino virtual y científicamente, según se enseña a los que no tienen ningún impedimento. Véase el Libro que para este efecto escribió Juan Pablo Bonet”.

Por las noticias que existen, era más que conocido el uso antiguo, por parte de los sordos, del alfabeto manual, el mismo que comenta Cevallos, y el mismo que había dado a conocer impreso, por vez primera, el franciscano Melchor de Yebra, en los finales del siglo XVI. Así pues, desechado éste, cabe ahora el preguntar a qué se refiere Cevallos, o Bonet, cuando hablan del uso de “jeroglíficos” como un sistema pedagógico más, inventado en pro de los sordos. Desgraciadamente para la historia, y a pesar de que debió ser muy conocido en su momento, no ha quedado ninguna constancia documental referida a su aplicación práctica, pero no por ello, vamos a resistir a la tentación de especular sobre el mismo.

Si no se trata del uso de las “señas”, añadamos, “naturales” del sordo, en singular, bien diferencias ya por el propio Bonet, o de las “señas convencionales”, las establecidas de común por convención, y en principio, entre los miembros de un colectivo sordo, la cuestión sólo puede pasar por un sistema ideado por los oyentes. Un sistema, el “jeroglífico”, que debería ser significativo, pero no figurativo, y, además, añadiríamos, que encriptado, de ahí probablemente el origen de su nombre, y por lo tanto, sólo descifrable en función del conocimiento mutuo de la clave precisa. Por el mismo motivo, mucho más limitado y complejo, en comparación con las propias señas, ya fueran éstas las naturales del sordo o las convencionales de aquel colectivo.

Sólo de resultar ser así aquel sistema, se pueden entender las reticencias, de Bonet o de Cevallos, al uso del mismo. Todo lo cual parece apuntar, directamente, a otro sistema muy similar: el que utilizaría L´Epée, pero en el siglo XVIII, y conocido como el de los “signos metódicos”, un método de su propia invención, y sumamente complejo. Lenguaje de “signos” o “jeroglífico” que su discípulo Sicard, y a la muerte del maestro, finalmente suprimió, ante el fracaso que significaba el que los alumnos lo utilizaran de manera temporal, y que se reducía al tiempo de su estancia en la escuela. Pero que estos rechazaban en sus relaciones interpersonales normales o de grupo, volviendo a utilizar las mismas “señas” de siempre. Un hecho puntual que también constató el propio Hervás y Panduro, durante su estancia en la escuela de París.

Como muestra, un botón: “Cada nombre, cada adjetivo, cada verbo, u otra definición que yo daba, iba acompañado de una exposición del número y forma de los signos que era necesario para cada palabra. Esta marcha era analítica y la única que podía llenar mi objeto”, L´Epée.

Fue por ello que, en su obra, Hervás, recomendaba, encarecidamente, a los futuros maestros, que como paso previo para iniciar su labor educadora, primero aprendieran de sus propios alumnos el lenguaje de las señas: “El maestro de sordomudos se debe persuadir que para instruirlos bien, necesita aprender el idioma que ellos hablan por señas […] pues ellos por necesidad y hábito aun en su niñez son habilísimos en el arte pantomímico…”.

Habría que matizar que cuando Hervás y Panduro refiere el uso de la “pantomima” entre los sordos, el arte de expresarse con gestos y movimientos del cuerpo, sin el auxilio de la palabra, se está refiriendo a lo mismo que en el siglo XVI se denominaba, a falta de otra fórmula mejor, “buenas demostraciones”, “señas ciertas”, o “señales inteligibles”. Del mismo modo que, a la hora de definirlas, Hervás, las denomina, perfectamente, como “señas corporales”, diferenciándolas así de las “señas” propiamente dichas, y muy lejanas del lenguaje “mímico”, que no resulta ser otra cosa que el arte de “imitar”, por gestos o ademanes. Un término erróneo que utilizaran profusamente los maestros de sordos del siglo XIX, y una asignatura obligatoria más en las escuelas de sordos de Madrid y Barcelona.

Otra de las constataciones de Hervás y Panduro era que: “los sordomudos, que se instruyen, o se han instruido en las escuelas, suelen usar las señas que en ellas se enseñan; y porque algunas de estas señas a mi parecer no son las más propias, el vocabulario somalógico se debería formar con las que usan naturalmente los sordomudos, que no han tenido instrucción alguna”. Dicho  en llano, Hervás y Panduro, estaba preconizando a los maestros el regreso a la fuente original y pura de las señas: las  naturales del sordo. Y el motivo para él era básico, el lenguaje de los sordos instruidos empezaba en su tiempo a perder su sentido natural, al estar invadido, y contaminado, por señas más propias de personas oyentes, lo que significaba una adulteración muy importante de aquella lengua natural.

Por si quedan dudas sobre la denuncia de Hervás y Panduro, dieciocho años más tarde, en 1813, encontremos la prueba en las palabras de Tiburcio Hernández, director de la escuela de sordos de Madrid y un liberal afrancesado, cuando dice: “Que el plan de enseñanza debe caminar a que tales niños mantengan el sistema que la naturaleza les dictó hasta que aprendan otro convencional […] Su situación los tiene aislados; y es preciso para ponerlos en comunicación enseñarles signos convencionales, de otros signos convencionales en gran cantidad por un círculo inmenso…”.

El mismo comentario de Tiburcio Hernández nos sirve, a su vez, para comprobar otras cuestiones, precisamente no menos importantes, puesto que por mediación de ellas se podrá apreciar la mentalidad de los maestros de sordos del siglo XIX. En primer lugar, Hernández, a diferencia de Hervás y Panduro, se niega a reconocer, a priori, que los sordos tienen un idioma propio, que él mismo califica, sorprendentemente, no de lenguaje, sino de “sistema”.

Término que significa, entre otras cosas, “combinación de partes reunidas para obtener un resultado o un conjunto”. Mientras que si buscamos entre las varias acepciones del término “lenguaje” existe una, en concreto, que lo define como: “cualquier medio que sirve para expresar las ideas”. Así pues, Hernández, de entrada y al utilizar semejante término, negaba el hecho de que los sordos de habitual utilizaban para comunicarse las “señas naturales”. Que era tanto como negar la existencia misma del colectivo, relegándolo de esta forma a lo más bajo de la escala social, al ser éste incapaz de expresar sus ideas más básicas. Un hecho singular que la ley del siglo XVI, o sea, dos siglos atrás, recogía y respetaba.

Ignorado y arrumbado el lenguaje de los sordos, el plan de enseñanza de la escuela de Madrid, dirigida por Hernández, pasaba, en primer lugar, por enseñarles “un sistema convencional” que, es de suponer y siguiendo la tradición de los maestros de aquel siglo, debería ser de su propia invención, o un refrito del de L´Epée. Y la pregunta es: ¿Un sistema convencional pensado en beneficio de quién? ¿De los sordos o de los oyentes? Obviamente de los propios oyentes que, de esta manera, en apariencia, fácil se ahorraban el esfuerzo de aprender un lenguaje que no les era propio y natural. Y utilizando para ello un “sistema puente”, al que el sordo debería adaptarse, si quería ponerse en “comunicación” con los sufridos maestros oyentes. Una buena muestra de la perversa filosofía pedagógica del siglo XIX.

Del mismo modo, se puede llegar también a la conclusión que la “seña”, que nace de forma natural entre los sordos, resulta, a la luz de los comentarios de Hernández, muy diferente del “signo”, que ha resultado ser, al fin, y en el caso de la escuela de Madrid, una pura creación artificial, propia sólo de personas oyentes. Lo que demostraba de paso que, ante la pérdida de la habilidad natural, e individual, de crear nuevas señas naturales entre los oyentes, o por ahorrarse éstos los esfuerzos en el aprendizaje de aquellas, debía resultar mucho más útil y cómodo el sustituir las “señas” por los “signos”.

Un hecho creativo que Hernández no niega en el caso de los sordos profundos. Puesto que, reconociendo que éstos nunca podrán hablar, vocalmente, con perfección, sí les reconoce que eran muy hábiles y capaces, a pesar de su limitación, de crear señas de forma individual. Aceptando, de la misma manera, y aunque él las califique como “signos”, que también poseían la capacidad intelectual necesaria para aceptar y adoptar otras “señas”: las provenientes de otros sordos más avanzados. Formándose así lo que Hernández denomina como: “el verdadero lenguaje mímico y común de los sordomudos”.

Por estos motivos, y siempre según Hernández, existían en primer lugar los “signos naturales”, de carácter individual; y los de “convención”, establecidos por acuerdo común entre varios sordos, y que nada tenían que ver, tal como se ha visto, con los “signos convencionales” inventados por los maestros oyentes. Y por último los de “reducción”, por medio de los cuales, y también por mutuo convenio entre los sordos, se simplificaban y abreviaban, según él, los “signos” primitivos. Ante lo acertado de su catalogación, al final ha resultado que, de principio, el único problema que tenía Hernández era el que resultaba de no ser capaz de distinguir entre una “seña” y un “signo”.    

En 1836, Francisco Fernández Villabrille, publica en Madrid el Diccionario usual de mímica y dactilología, suficientemente expresivo en su título o en su contenido para comprender el uso actual de muchos de los términos en cuestión. De entrada Villabrille define las posibles “señas” contenidas en su diccionario como “mímica”, y más genéricamente como “signos”. Mal empezamos.

Pero aun peor seguimos al conocer con detalle el contenido de su obra. Ya que, Villabrille, al igual que Hernández, y reconociendo la existencia primera de los “signos naturales”, habla, seguidamente, de la supuesta existencia de unos “signos ampliados”. Un término propio, inventado por la imaginación de Villabrille, tras el que se ocultan los ya inventariados, hacía 23 años, por Hernández: los “signos convencionales”, propios entre los sordos. Y aquí se queda. Olvidando, en apariencia, la existencia real de las “señas de reducción”, que también, anteriormente, ya había apuntado su predecesor.

Tras esta somera catalogación de las señas, las utilizadas de común por los sordos, Villabrille, entra en materia, explicando su método basado en dos tipos, ahora sí, de “signos”: los “metódicos o convencionales” y los de “reducción”. De los primeros dice que “tienen un valor convencional entre maestros y discípulos y […] se emplean en todos los colegios para vencer las dificultades de la enseñanza […] son útiles para analizar la frase escrita, o para hacer notar las relaciones y contextura del discurso”. Según Villabrille, estos signos se creaban por un mutuo acuerdo entre las partes, así, “todo signo, postura o ademán puede recibir un valor arbitrario”, por lo que recomendaba a los maestros que no dudaran en inventarlos o modificarlos a su libre albedrío.

En cuanto a los segundos, los que él califica como “signos de reducción”, Villabrille, apunta que son aquellos que “y también por mutuo convenio, se simplifican y abrevian los signos naturales”. Una definición idéntica a la utilizada por Hernández para los mismos “signos” o “señas”, pero que éste achacaba a la invención de los sordos, mientras Villabrille se la adjudica como invención propia.

A la vista ya de todos los modelos de comunicación, cuando menos los utilizados por la escuela de Madrid, se pueden resumir éstos en cinco tipos de lenguaje: las señas individuales, las señas pluripersonales, las señas de reducción, los signos metódicos o convencionales (signos puros), y los signos de reducción, una mezcolanza de señas y signos. Los tres primeros, propios y naturales de los sordos, y los dos últimos, hijos bastardos de las señas, e invención pura de los maestros, y no significante al ser, más que probablemente, de carácter  simbólico y no natural.

Mientras en España se andaba en estos berenjenales, en Francia, se estaban ya produciendo las primeras integraciones de sordos en las escuelas normales, dotados de un texto escolar propio y de uso obligatorio para los maestros. Experiencia que el francés Valade Gabel resumirá en 1865, aunque mostrando el fracaso que significaba el continuar por el camino de los “signos”: “¿Por qué se da la preferencia a los signos (señas) naturales?. ¿No parece que sería más regular dársela a los metódicos del abate L’Epée?. La experiencia ha demostrado que los signos metódicos convierten a los sordomudos en máquinas de traducir, incapaces de expresar espontáneamente por escrito ningún pensamiento propio. Nunca, en ningún establecimiento, se ha podido conseguir que los alumnos usasen los signos metódicos en sus relaciones particulares; prueba evidente de que no comprenden el sentido conjunto de la frase”.

A la par que esto sucedía en Madrid o en Francia, en Barcelona, y en el año 1800, un sacerdote francés, Juan Albert Martí, había abierto escuela en el propio Ayuntamiento de la ciudad, contando, además, con la breve ayuda temporal del propio Hervás y Panduro. Durante los dos años escasos que Martí ejerció de maestro, se celebraron varias sesiones públicas, donde los alumnos a su cargo demostraron ampliamente los conocimientos adquiridos. Pero, a diferencia del programa de la escuela de Madrid, harto más preocupada por el tema del habla, en apariencia, los alumnos de Martí no hablan vocalmente. Pero sí sabían leer y escribir, y al  parecer se expresaban mediante el uso de las “señas”.

Al menos así lo entendió, el secretario del Ayuntamiento barcelonés al decir en un acta que: “Uno de los sordomudos con una varilla iba señalando sucesivamente las palabras escritas en los cartones [y] el mudo destinado para la explicación, con señas muy claras y en que no cabía equivocación manifestaba el sentido de aquella voz”. Lo que puede llevar a la conclusión de que, cuando menos, para los profanos, los alumnos sordos de Martí se expresaban por “señas”.

Desaparecido Martí, tres años más tarde, en 1805, aparece un nuevo maestro: el sacerdote catalán Salvador Vieta. Sobre el cual se conserva un acta redactada por la Academia de Medicina, con motivo de una presentación pública que realizó con dos de sus mejores discípulos que: “se persignaron y santiguaron, diciendo las palabras correspondientes, después ambos y por su turno leyeron en alta voz la oración dominical, el ave maría y la confesión general; enseñándoles algunas palabras en la pizarra por algunos socios, tanto en catalán como castellano las pronunciaban en alta voz”.

Un milagro éste último, el hablar indistintamente en catalán o castellano, que se desmerece mucho, si recordamos las propias palabras de L´Epée, puesto que, como él mismo apuntaba, de nada, o de casi nada, les venía a servir a los sordos semejante habilidad y esfuerzo, al saberse previamente que no entendían, en absoluto, lo que estaban leyendo o lo que estaban ejecutando.

Y una maravilla, el del habla, sobre la cual decía, socarronamente, también L´Epée que: “Enseñar al mudo a disponer sus órganos de forma adecuada para emitir sonidos que constituyan un habla inteligible no es una tarea muy lenta ni penosa. Siguiendo el método del español Bonet, publicado hace 150 años, en tres o cuatro clases puede lograrse un avance considerable, si no completo. A partir de ahí, lo único que tienen que hacer los niños es adquirir práctica, y eso no es asunto mío, es algo que atañe a las personas que viven con él, o de su profesor habitual”. Comentario que se complementa con otro, muy juicioso, de Hervás y Panduro, al decir que: “Un sordomudo, que habiendo aprendido por escrito un idioma, (si) deja de escribirlo, o de leerlo, en cuatro años suele olvidarlo”.

Desaparecido Vieta a los dos años de iniciar su labor, en 1816, retoma la enseñanza de los sordos barceloneses un nuevo sacerdote: el dominico Manuel Estrada, que como muestra de su elevada erudición, solía decir que los sordos tenían “un idioma pintoresco”. De semejante personaje se sabe que: “El P. Manuel Estrada dominico, se dedicó a la instrucción civil y religiosa de sordomudos. Primeramente les enseña el alfabeto y el silabario y enseguida a deletrear con señas […] El sobredicho Maestro ya tiene algunos discípulos que saben cabalmente el catecismo, el sumar, leer, escribir por señas…”.

Pero a pesar de una definición tan contundente del término “señas”, cabe dudar de ella. Pues unos años más tarde, José María Moralejo, otro maestro que ejerció en Barcelona, y a raíz de una denuncia de la madre de un sordo, denunciaba a su vez la aberración que significaba el enseñar a los sordos la doctrina cristiana, únicamente, por mediación de “signos” o de “gestos”. Una práctica que llevaron a cabo, de forma intensiva, Manuel Estrada, y su ayudante Francisco Simón, hasta 1843, y que, incluso, llegó a imponerse entre las niñas sordas asiladas en la Casa de Misericordia de Barcelona. Hecho que Moralejo no dejó de denunciar, públicamente, durante su estancia en .

De esta forma le decía Moralejo, apuntamos que un “oralista” puro, al señor obispo de la ciudad condal: “…que los sordomudos son absolutamente incapaces de comprender las ideas de la doctrina cristiana, por ninguna especie de “signo” o gesto, sin que primero tengan noticia exacta de algunos millares de palabras, comprensión de nombres, adjetivos, pronombres, verbos, adverbios, y sin que sepan, o lo menos medianamente de la frase llamada “oración”…”. El mismo Moralejo, que renunciaría a su docencia, en 1840, al reconocer la inutilidad que significaba el enseñar a los sordos catalanes la lectura labial en castellano, por ser “el idioma catalán el usual y familiar” y al no conocer el castellano “la mayor parte de los padres y conocidos del sordomudo”. Todo un rasgo de hombría y de profesionalidad que le honra.

Llegados a este punto, y de hacer balance pasando revista a los casi cincuenta años de la escuela de Barcelona, recordaremos que Albert Martí, utilizó en su enseñanza “señas manuales”, las procedentes, probablemente, de su protector y amigo Hervás y Panduro; que Salvador Vieta ha resultado ser un oralista puro, al igual que José María Moralejo, mientras que Manuel Estrada y Francisco Simón, según el propio Moralejo, utilizaban, de forma abusiva, de los “signos metódicos” o de los “gestos”, que es de suponer que deberían ser “mímica” pura y dura.

Lo que viene a indicar que, desde 1816, los sordos barceloneses instruidos utilizarían, de forma obligatoria, los “signos convencionales o metódicos” y no las “señas”, al menos, durante su estancia en la escuela, y en su relación personal y pedagógica con los maestros. Una mala práctica pedagógica, ya denunciada por Hervás y Panduro en su tiempo, o unos años más tarde por el francés Valade  Gabel. “Signos”, algunos de los cuales, es de suponer, pasarían a formar parte del acervo cultural y del lenguaje común de las señas, al ser aceptados, por convención, y sin escrúpulos, por el resto del colectivo no ilustrado. Lo que se ignora, al no haber ningún tipo de estudio comparativo, es el impacto final, y en qué medida pudo modificar este hecho el lenguaje primitivo, o sea, el natural.

Otra cuestión muy diferente es el saber, o entender, el por qué al final una parte de los sordos han adoptado la costumbre, tanto en Madrid como en Barcelona, de denominar a su idioma como “lengua de signos”, descartando sin más el histórico nombre de “lengua de señas”. Un nombre que se le venía dando en España desde el siglo XVI y con muchísima más propiedad. Salvo que la explicación, a esta anomalía lingüística, resida en una conclusión de Hervás y Panduro: “En las escuelas de los niños, es la autoridad y el capricho quien les enseña a pronunciar, leer y escribir las palabras del idioma nativo y ellos aprenden […] por obediencia, y no por razón”. Obediencia y sinrazón, que de aquellos barros nos han dejado estos lodos.

Pero llegados ya al final del camino, y a modo de conclusión, me gustaría recordar una “sentencia” del buen amigo José Gabriel Storch de Gracia, que hago, humildemente, también mía. Cito textual: “Que lo que nunca debemos olvidar es que, por encima de todo ello, debe primar siempre la libertad de expresión sobre la obligatoriedad de llamarla de una manera o de otra”.

FUENTES BÁSICAS

Bibliográficas:

  • Estrada, Manuel Thomas (1816): Oración inaugural que en la abertura de la Academia de Sordos-Mudos establecida en la Casa Consistorial Dixo el R.P.F. Manuel Thomás Estrada en 4 (rectificado 2) de Diciembre de 1816. Barcelona: Juan Francisco Piferrer.
  • Ferrerons Ruiz, Ramon y Gascón Ricao, Antonio (1996): “Máquinas” de comunicación para los sordos en el Siglo XVI, Infosord, n.º 11 (Especial) – Año 3, Verano.
  • Fernández Villabrille, Francisco (1851): Diccionario usual de mímica y dactilología. Útil á los maestros de sordo-mudos, á sus padres y á todas las personas que tengan que entrar en comunicación con ellos. Madrid.
  • Gascón Ricao, Antonio (2000): La influencia de los sistemas digitales clásicos en la creación del llamado alfabeto manual español, III Congreso Internacional de Humanismo, Alcañiz, mayo, 2000.
  • Hernández, Tiburcio (1814): Plan para enseñar a los sordo-mudos el idioma español. Madrid: La Imprenta Real.
  • Hervás y Panduro, Lorenzo (1795): Escuela española de sordomudos o Arte para enseñarles á escribir y hablar el idioma español, 2 volúmenes. Madrid.
  • Lasso, Licenciado (1550): Tratado legal sobre los mudos por el Licenciado. Madrid: Álvaro López Núñez, Sobrinos de la Sucesión de M. Minuesa de los Ríos, 1919.
  • Pablo Bonet, Juan (1620): Reducción de las letras y arte para enseñar a hablar los mudos. Madrid: Francisco Beltrán editor, 1930.
  • Palencia, Alfonso de (1490): Universal Vocabulario. Madrid: Real Academia Española, Registro de Voces Españolas Internas por John M. Mill. 1957.
  • Rispa, Antonio (1865): Memoria relativa a las enseñanzas de los Sordo-Mudos y de los Ciegos. Barcelona: Establecimiento Tipográfico de Narciso Ramírez y Rialp.
  • Storch de Gracia y Asensio, José Gabriel (1998): El nombre de nuestra lengua. (Reflexiones acerca de la polémica creada sobre la denominación de “lengua gestual”, “lengua de señas” o “lengua de signos”). Lisboa: Comunicación presentada al I Congreso Iberoamericano de Educación Bilingüe para sordos, 6-10 de julio.
  • Valade Gabel, J.J. (1865): Guía de los maestros de primera enseñanza para empezar la educación de los Sordo-Mudos. Barcelona: Librería de Juan Bastiones e Hijo, Editores. Traducida por Antonio Rispa.

Manuscritas:

  • Acords (1800-1839), Ajuntament borbònic i constitucional, Arxiu Històric, Barcelona.
  • Escola Municipal de Sords-Muts, n.º 1, 10036, 1844/1892, Institut Municipal d´Educació de Barcelona.
  • Junta de Comercio de Barcelona, Biblioteca de Catalunya, Barcelona.
  • Governació, Arxiu Administratiu de Barcelona, Barcelona.

[1]A. Gascón, Conferencia, Curso de Verano, «El uso y reconocimiento de las lenguas de señas y sus consecuencias jurídicas«, San Lorenzo de El Escorial, del 13 al 17 de agosto del 2.001.

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