Sobre como nombramos a los sordos *

Boris-FridmanPor Boris Fridman Mintz,

México, 2012.

Sección: Artículos, cultura sorda

 

“La figura patriarcal Victoriana con el cuello abotonado hasta arriba se ha ido. Su contraparte contemporánea ha pasado de moda y solamente se le encuentra agazapada en las más elitistas alturas de las oficinas ejecutivas … “Se requirieron dos guerras y una gran cantidad de fotógrafos masculinos y femeninos para sacar a los hombres de sus atuendos y regresarlos a la visión clásica y renacentista de lo que el hombre era: hermoso, a la par de la mujer … “Así como es improbable que la mujer regrese a la cocina y renuncie a su libertad, es poco probable que el desnudo masculino se vuelva a cubrir en el futuro próximo. Tuvo que transcurrir un siglo para que el cuerpo masculino se batiera para descubrirse de ropajes …” [1]

La manera en que hablamos de lo que nos rodea configura nuestro pensamiento.  Sin ser esta la única determinación de nuestro pensamiento, no deja de ser una muy persistente. Las expresiones lingüísticas son como ropajes que cubren los cuerpos que nos rodean.  Sin ellas no podríamos meditar a profundidad nuestra realidad, pero a veces la visten tan mal que la encubren y la deforman.

Los especialistas, ya sean médicos, terapeutas, profesores, psicólogos o lingüistas, cuando hablamos sobre los sordos solemos utilizar una colección de términos que parecen llevarnos infaliblemente a la repetición de una serie de sentidos comunes, la mayoría de ellos perniciosos.  En la era victoriana se ocultó al cuerpo humano debajo de un espeso conglomerado de telas y alambres.  Pareciera que hoy día hacemos lo mismo con la identidad de los sordos, los recubrimos con una jerga espesa, la cual no nos deja ver el contorno del cuerpo del sordo, pero sí se afana en recrear su identidad, la del sordo y la sorda, a imagen y semejanza de nosotras y nosotros los oyentes.

En primera instancia, aquí quisiera sugerir que deberíamos detenernos a meditar sobre como hablamos de las personas sordas y, por ende, como las pensamos.  Y, en segunda instancia, sin pretender convencer a nadie, quisiera sugerir nuevos términos y nuevos modos de pensar a la sordera.

Lo que me inspira a escribir este texto no es un móvil académico.  Solamente me mueve el deseo de compartir algunas ideas, si se quiere, ocurrencias.  Compartir con Seña y Verbo, porque aún sin saberlo ellos han sido cómplices de tales ocurrencias (aunque no culpables de ellas).  Compartir con todos aquellos que han participado, de una o de otra manera, en la lucha de la Comunidad de Sordos Mexicana por reivindicar su identidad cultural.  Así como compartir con cualquier lector algunas ideas que, si bien me va, lo motivarán a repensar su concepción de la sordera en la sociedad mexicana contemporánea.

La lengua materna

En una ocasión, en el contexto de una conversación acalorada y muy cordial, la Dra. Susana Cuevas Suárez, lingüista de oficio y ardiente defensora de los derechos lingüísticos de los indígenas, afirmó que la Lengua de Señas Mexicana no puede ser lengua materna de los niños y las niñas sordos mexicanos de padres oyentes.  Concedió que las niñas y los niños de padres sordos no tenían porque no compartir con sus padres la misma lengua materna.  Pero insistió con firmeza en que la lengua materna de las sordas y los sordos de padres oyentes es necesariamente la lengua oral de sus padres oyentes.

Aunque lo que diré a continuación no se refiere ni a Susana, ni a nuestra conversación, confieso que el tenor de su postura me sorprendió, me dejó pensando sobre sus móviles profundos y, en particular, sobre los conceptos que subyacen al término “materna.”  Al margen de la multiplicidad de definiciones técnicas de la expresión “lengua materna”, que las hay y muchas,[2] el adjetivo “materna” remite necesariamente a las relaciones de parentesco y, en nuestra sociedad, a la familia nuclear.  Por ende, la noción de lengua materna esta ineludiblemente ligada a nuestra conceptualización de la lengua en la familia nuclear.

Ahora bien, aunque hoy día pocos son los que cuestionan abiertamente el carácter plurilingüístico de la sociedad mexicana, también son pocos los que parecen percatarse de que dicha pluralidad tiene vetas que penetran dentro de la familia nuclear.  Así, por ejemplo, si bien el Dr. Hernández Orozco reconoce que las lenguas de señas son las lenguas naturales de los sordos, se alarma de que tales lenguas pudieran ser consideradas también como lenguas maternas de los sordos de padres oyentes.

“Para los niños sordos urbanos, aunque sus padres [oyentes] aprendan señas, y, lo que es más, aun si aprendieran esta lengua tal y como es señada por la comunidad de sordos, su lengua materna sería el español.  Para nuestros niños indígenas de Chiapas sería el tzetzal, el tzotzil, el tojolabal.  La lengua materna es la natural de los padres en primera instancia, es la que ha sido usada para la instrumentación del marco simbólico dentro del cual ellos han estructurado sus ideas, sus valores y sus relaciones sociales.  En este sentido, ella [la lengua materna] es también la lengua de su comunidad de referencia.

La familia y la comunidad de la que es originaria un infante sordo de padres oyentes no son las mismas que corresponden a un infante sordo de padres sordos.  Tampoco lo es su lengua materna.  La lengua materna de un infante sordo exclusivamente insertado en una comunidad oyente solamente podrá ser la que hablen sus padres.[3]

Cuando se toca la familia, pareciera que se declara el fin de la discusión, pues en ella no se tolerará más que una lengua:  La primera lengua de cada familia es su lengua materna, y la lengua materna es la primera lengua porque es la de la madre.  Y al que no le guste, pues que se atreva a retar a la sacrosanta unidad familiar, y a su santísima identidad materna.

Entre los oyentes que se empecinan en que la primera lengua de los padres oyentes sea la primera lengua de sus hijos sordos, aunque nunca la hayan oído, se encuentra Bruna Radelli, fundadora de la metodología de rehabilitación conocida como LogogeniaÒ:

“ … El ámbito en el que tengo algo que decir respecto de las lenguas de los signos es el pragmático de la rehabilitación de niños sordos.  En este ámbito defiendo que, puesto que hay pruebas de que es posible, es mejor que, entre las dos lenguas … un sordo sepa la lengua de sus padres, hermanos, abuelos, maestros, amigos, novios, colegas, libros, periódicos, en lugar de obligar a todas las personas de su entorno a que aprendan la otra lengua, la de los signos … ”[4]

Sin duda hay pruebas de que algunos sordos saben hablar español, e incluso de que la asumen como su primera lengua, pues la adquirieron antes de quedar sordos.  También hay pruebas, y muchas, de que pueden aprender a leer y escribir el español.  Pero Bruna omite que también es bien sabido que el 90% de quienes quedan sordos siendo menores de edad, tanto en nuestro país como en el mundo entero,  asumen como propia y primera la lengua de señas de la comunidad de sordos que les es próxima,[5] aunque no sea esta “la lengua de sus padres, hermanos, abuelos, maestros, amigos, novios, colegas, libros, periódicos…”  ¿Por qué será esto así?  Aunque esta fuera solamente una duda, es a mí entender una de gran importancia teórica y pragmática, de la que ningún lingüista se debería desentender, ni siquiera la propia fundadora de la LogogeniaÒ.

Para desconsuelo de quienes quisieran tener una sociedad lingüísticamente bien estratificada, existen muchas familias bilingües, y no siempre predomina en ellas la lengua de la madre, ni siquiera la de los padres.  Baste, a manera de ejemplo, el caso de las familias que emigran a los Estados Unidos, cuyos hijos asumen como propia y primera la lengua inglesa, a pesar de tener padres hispanohablantes nativos.  Que se le va a hacer.  Nuestra realidad plurilingüística no siempre se puede segmentar nítidamente en familias nucleares monolingües, ni mucho menos parece componerse de comunidades e individuos de pura cepa monolingüe.

El pretender que en el fondo todos somos monolingües y nos apegamos a nuestras familias no resulta de gran utilidad.  Habría que empezar por reconocer sin ambages que para los menores de edad sordos solamente una lengua que pueda ser naturalmente adquirida por ellos podrá fungir como su lengua materna, con todas las acepciones e implicaciones que “lengua materna” tiene, en tanto que “primera lengua.”  Y ello muy a pesar de que no sea la lengua ni de los padres biológicos, ni de los tutores legales de la persona sorda en cuestión.

De lo que se trata es de saber cual puede ser la primera lengua del niño sordo, no cual quisiéramos que fuera, ni cuál debiera ser su primera lengua según nuestro propio sistema de valores, o según nuestro propio sentido común.

Para los y las niñas sordos solamente son naturalmente accesibles las lenguas de señas, únicamente estas últimas pueden ser adquiridas por ellas y por ellos como primeras lenguas, pasando por todas las etapas de adquisición natural que caracterizan al lenguaje humano, en general.  Y aunque se deba reconocer el derecho de los sordos señantes a acceder a la lengua oral de sus familiares oyentes como segunda lengua, ello difícilmente la convertirá en su primera lengua, aunque los oyentes de manera autocomplaciente la decretemos “lengua materna” por voluntad divina, y para tranquilidad de las buenas conciencias de nuestra sociedad.

A final de cuentas, tanto los especialistas como los padres de familia hispanohablantes que rechazan a la Lengua de Señas Mexicana como primera lengua de los menores de edad sordos a su cargo, todos ellos acaban confrontándose a la identidad social que los sordos asumen:

“ … La mayoría de los sordos estudiados y que fueron rehabilitados con un enfoque oralista, posteriormente adquirieron las señas y el lenguaje manual.  Los padres de estos sordos no están de acuerdo con este nuevo aprendizaje.

“Una minoría no se reúne con sordos ni maneja las señas y el lenguaje manual.

“ … En general el sordo elige como pareja a otra persona sorda … ”[6]

Para el menor de edad, la sordera no es una opción, es una condición ineludible, y a ella responden y se adecuan sus necesidades y posibilidades lingüísticas.  La familia oyente debe adecuarse a las necesidades lingüísticas de su miembro sordo, pues este último no podrá empezar a oír para complacerlos.  Si lo hiciera, si se curara su sordera, de una u otra manera sordo ya no sería.  Pero si no, pues sordo se quedará y una lengua de señas se habrá de erigir como su primera lengua.

Ahora bien, cuando los menores de edad sordos crecen, además de señar hacen otras travesuras, como casarse entre sí.  El 80% de los sordos señantes se casan con sordos señantes.  Para colmo, piensan algunos, tienen hijos, y la mayoría de sus hijos son oyentes. Sin embargo, ahora la lengua materna, la de los padres, suele ser una lengua de señas, le guste o no a los ahora abuelos hispanohablantes.

Es de esperarse que si a los abuelos no les gusto que sus hijos se identificaran con la Comunidad de Sordos Mexicana y la Lengua de Señas Mexicana, tampoco les habrá de parecer que sus nietos asuman como lengua materna la lengua de señas de sus padres sordos.  ¿Cuál debe entonces ser reconocida como la lengua materna de los niños oyentes de padres sordos?  Si la lengua materna de los padres oyentes es por fuerza la lengua materna de sus hijas e hijos sordos, ¿acabará entonces siendo por fuerza la lengua materna de sus nietos oyentes y sordos?  ¿Podemos pasar por alto la identidad y las preferencias lingüísticas de los propios padres sordos señantes?  ¿Qué pasará si los padres biológicos se proyectan ante sus hijos oyentes como dignos hablantes de la Lengua de Señas Mexicana?  ¿Hay quien acuda a poner en tela de juicio la tutela de los padres, incluso ante un juez?  Pues sí, esto ocurre con lamentable frecuencia.

Los abuelos o los tíos oyentes suelen acudir a múltiples instancias médicas, terapéuticas, de educación especial, e incluso ante el poder judicial, para pedir auxilio: ¿Cómo evitar que su nieto o sobrino oyente se retrase en el lenguaje (oral, por supuesto) y herede de sus padres las estigmatizantes señas?  Su mensaje es claro, demandan ante todo aquel que los escuche la tutela lingüística (cuando menos) de su nieto o su sobrino oyente, demandan que la lengua de los abuelos y los tíos oyentes se decrete lengua materna de todos sus nietos y sobrinos, aunque no sea la lengua de su madre, y aún en contra de la voluntad y la dignidad de su sorda madre.  Además de una patente doble moral, todo esto arrastra con gran violencia a los nietos al conflicto no resuelto entre sus abuelos hispanohablantes y sus padres señantes.

La familia oyente de la sorda y del sordo tiene mejores probabilidades de preservar su integridad y su calidez si acepta como propia, así sea como segunda lengua, la lengua de señas del 90% de sus hijos e hijas sordos.  Y, en realidad, nada de paradójico hay en ello, pues no se trata de otra cosa que aceptar y propiciar la diversidad, la multiplicidad de identidades sociales, incluso en el seno de la propia unidad familiar.  Los padres sordos de niñas y niños oyentes lo saben bien, siempre lo han aceptado.  Al fin y al cabo, la lengua materna se puede redefinir como la que, con pleno conocimiento de causa, la madre selecciona para satisfacer la identidad y las necesidades de su hijo o hija, aunque no siempre coincida con su propia primera lengua.  ¿O no?  Y los padres sordos de niños oyentes tienen el derecho a desear que sus hijos sean plenamente bilingües.  ¿O no?

El sordo oralizado

La adjetivación del sordo como oralizado no es neutra.  Se suele introducir como si fuera un término técnico-científico más: Acompañado de una escala cuantitativa (los hay más o menos oralizados); aderezado con grados de pérdida auditiva (audiometrías);  correlacionado con caracterizaciones etiológicas de la sordera;  retocado con referencias a la edad en que el paciente quedó sordo (sordera prelingüística y postlingüística); etc.  Con todos estos preámbulos el adjetivo “oralizado” pasa un tanto desapercibido.  Pero al fin y al cabo se le otorga carta de naturalización: Todo especialista que se digne de serlo habrá de utilizar este término para referirse a una persona sorda capaz de vocalizar algo, en una lengua oral cualquiera.

Vale la pena retroceder un poco y observar que la función adjetival de “oralizado” deriva del participio del verbo “oralizar.”  Este verbo es de uso frecuente en la jerga de los llamados especialistas en audición y lenguaje.  Ellos lo emplean como verbo transitivo.  Por un lado, el agente de la acción designada suele ser un especialista, quien ejecuta la desmutización.  Por el otro, el paciente de la acción es un sordo, el cual es desmutizado.  De tal suerte que oraciones pasivas como “Armando fue oralizado por la Dra. Berruecos” son escuchadas con relativa frecuencia y naturalidad, al menos entre tales especialistas.

De entrada, un análisis semántico del verbo “oralizar” no deja lugar a dudas.  Dicho verbo induce la conceptualización del sordo capaz de hablar como un producto del esfuerzo de un tercero, de quien lo ha oralizado.  Esto es, si bien no cabe duda de que para poder hablar el sordo debe ejercer cierta facultad que le es propia, su designación como objeto del verbo “oralizar” resalta que él vocaliza gracias ha que ha sido preparado para ello por su entrenador.

Y lo mismo ocurre en el caso del participio “oralizado.”  Al igual que los verbos en forma finita, los participios nos hacen pensar en procesos.  Sin embargo, los participios no designan todos los componentes de un proceso de manera igual, sino que resaltan de manera particularmente notoria el estado resultante de dicho proceso, toda vez que ha concluido.  Así, por ejemplo, tanto el verbo “subyugar” como el participio “subyugado” nos hacen pensar en un acto de dominación, pero el segundo recalca la circunstancia resultante de la conclusión de dicho acto.  Así, “una persona subyugada” no puede ser mas que aquella sobre la que se ha consumado la dominación.  En el mismo tenor, “un sordo oralizado” no puede ser mas que alguno que ya ha sido objeto de la oralización.

Resulta entonces que con la expresión “sordo oralizado” se retrata a la persona sorda como alguien que puede hablar primordialmente gracias al especialista que lo ha tratado, gracias a una desmutización consumada, mientras que su historia social, su propia capacidad y sus méritos quedan sutil e idiomáticamente relegados.  Si bien le va fue un buen paciente, y por ende un caso ejemplar de oralización.

El sordomudo o sordo silente

Muchas personas sordas no hablan ininteligiblemente ninguna lengua oral, esto es, el rango de enunciados que llegan a vocalizar, si es que vocalizan alguno, es bastante limitado o difícil de comprender para el común de sus posibles interlocutores oyentes.  De ahí que muchos oyentes los caractericen como sordomudos o silentes.  A buen entendedor pocas palabras:

Sordomudo, da. (de sordo y mudo.) …  Privado por sordera nativa de la facultad de hablar … ”[7]

Es cierto que la mayoría de las personas que nacen sordas, o que se quedan sordas a temprana edad, no acaban vocalizando ninguna lengua oral, simplemente porque no la pueden percibir.  Sin embargo, llama la atención que en nuestra cultura mayoritariamente oyente y oral siempre se recalque lo que la persona sorda no puede hacer, su discapacidad, y nos preocupemos y ocupemos tan poco de lo que puede hacer y hace, particularmente de su capacidad e identidad sociocultural y lingüística.

Hay quienes piensan que el sordo abandonado a su suerte acabará siendo mudo, y que los especialistas en audición y lenguaje deben salvarlo de tal destino fatal, desmutizándolo, oralizándolo o castellanizándolo por todos los medios posibles.  De lo contrario estará condenado al fracaso,  será un ser social marginal y marginado.

“Se considera sordo no oralizado al que cuenta con algunas palabras sueltas y su comunicación la establece exclusivamente a través del lenguaje de señas y manual.   Las posibilidades de integrarse al núcleo de personas normoyentes se ven considerablemente disminuidas y sus limitaciones tendrán repercusiones en aspectos laborales, de personalidad, de socialización y pedagógicas.”[8][8]

Sin embargo, ¿qué hacer con los sordomudos que se sienten completos aunque no vocalicen lengua oral alguna?  ¿Qué hacer con sus atributos positivos, como son sus lenguas de señas?  ¿Qué hacer con sus clubes sociales?  ¿Qué hacer con la institución matrimonial de los sordomudos, los cuales generalmente se casan entre sí?  Ante estas preguntas, y otras parecidas, quienes pregonan la integración de los sordos por medio de su castellana oralización, o bien postulan la inferioridad de la identidad cultural de la Comunidad de Sordos Mexicana, o bien guardan silencio por desasosiego.

Hubo un tiempo en que para todos los griegos, quienes no fueran griegos eran bárbaros. Hubo un tiempo en que para todos los cristianos, quienes no fueran cristianos eran paganos.  Corre un tiempo en el que para casi todos los oyentes, quienes no sean oyentes o sordos hablantes de una lengua oral son sordomudos.

Hoy sabemos que quien no es griego tal vez sea chino, o argentino.  Y quien no es cristiano tal vez sea judío, o ateo.  De igual modo, deberíamos saber y aceptar que quien no es hispanohablante pudiera ser señante de la lengua de señas mexicana, o de la lengua de señas tailandesa.  Y todos deberíamos aceptarnos por lo que somos, sin menospreciar a los demás por no ser como nosotros mismos.

El sordo prelingüístico

El lenguaje nos puede traicionar, y nos traiciona cuando aseveramos que la mayoría de los llamados sordomudos mexicanos hablan la lengua de señas mexicana, pues quien tiene la facultad de hablar una lengua no es mudo, por definición.  Sin duda se nos responderá que “signar” o “señar” no es lo mismo que “hablar,” y que, por lo tanto, quien signa, seña o hace mímica no necesariamente esta ejerciendo la facultad del habla.

Ciertamente, no es lo mismo comunicarse con señas que comunicarse con palabras.  Las primeras son unidades léxicas de un lenguaje visual, mientras que las segundas son por excelencia auditivas.  Pero no debemos trivializar este tema, pues es más complejo y trascendental de lo que muchos se imaginan.

En su acepción más amplia la llamada “facultad de hablar” no se refiere estrictamente al potencial para vocalizar enunciados, sino, más bien, a la capacidad humana para reproducir social e individualmente un lenguaje articulado, a su vez inextricablemente unido al pensamiento abstracto y a las relaciones sociales propiamente humanas.  Desde esta perspectiva, si ser mudo equivale a carecer de la facultad de hablar, entonces ser mudo equivale a carecer de la facultad de la razón y de la vida en sociedad.

No estoy exagerando.  Basta con revisar los códigos civiles de diversos estados del país para percatarse de que los sordomudos suelen ser equiparados con los discapacitados intelectuales.  Para muestra, valga un extracto del Código Civil vigente en el Estado de Nuevo León:

“Artículo 464.- El menor de edad que fuere demente, idiota, imbécil, sordomudo, ebrio consuetudinario o que habitualmente abuse de las drogas enervantes, estará sujeto a la tutela de menores, mientras no llega a la mayor edad. “Si al cumplirse ésta continuare el impedimento, el incapaz se sujetará a nueva tutela, previo juicio de interdicción, en el cual serán oídos el tutor y el curador anteriores.”[9][9]

En la jerga médica existe un término equivalente al de sordomudo, el cual se motiva de manera más transparente en la etiología de la mudez: “Sordo prelingüístico.”  Esta expresión designa a toda aquella persona que dejó de oír antes de haber adquirido una primera lengua oral, esto es a toda aquella que nació sorda, o que quedó sorda durante sus primeros años de vida y que probablemente quedará muda.

Este término también dota a quien lo usa de investidura profesional, o, más bien, confesional.  Y, sin embargo, es muy perniciosa, pues asume que el lenguaje natural humano solamente incluye al lenguaje oral y que, por lo mismo, las lenguas de señas no forman parte del universo del lenguaje propiamente humano.

Quienes acuñaron la noción de “sordera prelingüística” siempre supieron que algunas familias poseen un gen dominante que transmite la sordera, de generación en generación, pasando por abuelos y abuelas, madres y padres, hijas e hijos.  Pero, además, quienes acuñaron esta expresión siempre han sabido que una característica de estas familias es su identificación férrea con una lengua de señas.

A nadie ha escapado la observación de que los infantes sordos de padres sordos tienen como su lengua nativa una lengua de señas.  Sin embargo, los médicos y especialistas de la audición y el lenguaje de México no chistan al etiquetarlos como sordos prelingüísticos.  Lo hacen a pesar de que los sordos hijos de sordos tienen acceso a una primera lengua desde que nacen, y a pesar de que en ella sostienen un desarrollo lingüístico continuo y natural.

Esta terminología solamente se justifica si uno realmente cree que las lenguas de señas, en general, y la lengua de señas mexicana, en particular, no son verdaderas lenguas, ni verdadero lenguaje humano.  Si los especialistas en sordera continúan clasificando a los sordos en prelingüísticos y postlingüísticos, entonces seguirán propiciando que el común de los oyentes vea a los sordos señantes como discapacitados del lenguaje, como poseedores de un lenguaje inferior y una identidad infrahumana.

Discapacidad de la comunicación humana

Por supuesto, existen muchas más maneras de referirse a lo que las personas sordas no pueden hacer, y de lo importante que para los oyentes sería que las hicieran, aunque para ello tuvieran que dejar de ser lo que son, sordas.  Así, en la Oficina de Representación para la Integración y Desarrollo Social de las Personas con Discapacidad de la Presidencia de la República, se ha acuñado un eufemismo que caracteriza a todos los sordos que no pueden expresarse en una lengua oral como discapacitados del lenguaje.

Ahora a la sordomudez se le llama “Discapacidad de la Comunicación Humana” y en un promocional televisivo se le presenta del siguiente modo.  En el video aparece una mujer adulta sorda corriendo en cámara lenta hacia su hija.  Finalmente la abraza y le expresa con un par de señas mal articuladas que la quiere.  Mientras tanto, en español oral y escrito se afirma que:

“Ella nunca le ha dicho a su hija cuanto la quiere, cuanto la adora, y nunca le ha dicho que a partir de que ella nació es otra mujer, porque su discapacidad para hablar no le impide ser mamá, y demostrarle su cariño todos los días.”

Todo parecido con el Código Civil para el Estado de Nuevo León antes citado no es mera coincidencia, pues la capacidad de la madre sorda para establecer una comunicación en lenguaje articulado humano con su hija se presenta como ausente en tres ocasiones: “Ella nunca le ha dicho … y nunca le ha dicho … su discapacidad para hablar … ”  El mensaje pareciera ser que, afortunadamente, esta mujer se pudo embarazar, parir, y de alguna manera preservó su capacidad mímica para la expresión de emociones y sentimientos.  Toleremos, pues, que coexista con nosotros los oyentes, aunque no pueda aspirar a una identidad social humana tan plena como la nuestra.

No sale sobrando reiterar que el 90% de los sordos mexicanos que no hablan el español, sin embargo sí hablan la Lengua de Señas Mexicana; que en ella comparten y departen con sus hijos, sordos u oyentes; y no son  discapacitados de la comunicación humana, al menos no para quienes entendamos y aceptemos que la comunicación en Lengua de Señas Mexicana es comunicación humana, tan buena como la mejor.

Vámonos vistiendo más ligero

Las cosas están cambiando, y la forma de nombrarlas también.  Desde alrededor de 1998, la Comunidad de Sordos Mexicana se ha venido movilizando orgánicamente en demanda del reconocimiento de su identidad cultural y lingüística como parte del carácter pluricultural de la nación.  Uno de los resultados de esta movilización fue la obtención de un acuerdo con el Dip. Salvador Rocha Díaz.  Él nos apoyaría para obtener el reconocimiento legal de los derechos de los derechos culturales y educativos de los sordos señantes, a condición de que nosotros, a través del Comité de Representantes de la Comunidad de Sordos Mexicanos, articuláramos nuestras demandas, de modo tal que pudieran dar cuerpo a una iniciativa de ley coherente.

Le tomamos la palabra y nos comprometimos a enumerar las necesidades y los derechos de los sordos que deseábamos reivindicar.  Y aunque este reto podía parecer simple, pues quien mejor que los propios sordos adultos para explicar cuales son sus demandas, en realidad no se trataba de una tarea trivial.

Siempre afirmamos que el grueso de las necesidades de los sordos señantes eran cuestión de identidad cultural, que no de discapacidad.  En particular, reiteramos que el reconocimiento de la lengua de señas mexicana no debía ser subordinado a una política de salud, sino que debía ser enmarcado dentro del mismo esquema jurídico que contiene el reconocimiento de otras minorías lingüísticas del país, como las indígenas.

Ahora teníamos que elaborar una propuesta detallada, que pusiera en alto los derechos culturales y lingüísticos de todas la personas sordas y que, a la vez, se alejara de la visión patológica de la sordera que propician las instituciones de salud pública, y que tanto predomina en el sentido común de nuestra sociedad.  Asumiendo mi responsabilidad como intelectual, compartí con los dirigentes sordos la noción de que si nuestra propuesta legislativa tenía éxito, entonces debía proyectar una política sociocultural y un discurso que fuera eficaz en la asignación precisa de derechos y obligaciones.  Pero además, este mismo discurso debía servir para difundir una concepción distinta de la sordera, centrada en las cualidades positivas y las capacidades del sordo, más que en su trillada discapacidad.

Para poder construir este discurso tuvimos que acuñar nombres y expresiones, muchos de ellos ajenos al discurso nacional de los médicos y terapeutas de la audición y el lenguaje.  El primer borrador en el que sinteticé nuestra propuesta fue simultáneamente publicado en Internet,[10][10] tanto en español como en lengua de señas mexicana.  Le siguieron un buen número de borradores, todos los cuales iban y venían entre los miembros del Comité de Representantes de la Comunidad de Sordos Mexicana, por una parte, y los asesores jurídicos del Dip. Salvador Rocha Díaz, hasta culminar en un texto que la Dip. Lorena Martínez Rodríguez hizo suyo y lo elevó a rango de Iniciativa ante el pleno de la Cámara de Diputados.

En el texto resultante se definió al sordo según su condición sociolingüística, aquella a la que la persona sorda y quienes la rodean tienen que atenerse cotidianamente:

“a) “Sordo” es aquella persona que no posee el oído suficiente para sostener una comunicación y socialización natural y fluida en lengua oral alguna.”[11]

Cabe destacar que en el espíritu de esta definición resultan innecesarias e irrelevantes tanto las escalas audiométricas, como las etiologías de la sorderas,  pues aunque pudieran ser de gran utilidad para la investigación y la práctica de la medicina, no aportan nada al entendimiento de la naturaleza social y lingüística de la sordera, como tampoco a la elaboración de las políticas sociales, culturales y del lenguaje que se derivan de tal entendimiento.

Asimismo, para describir las necesidades de las personas sordas y sus correspondientes derechos había que reconocer sus diferencias y subdividirlas.  Esta subdivisión debía centrarse en una comprensión transparente y universal de sus identidades lingüísticas y atributos culturales, que no en sus discapacidades auditivas.

De tal suerte que al miembro de la Comunidad de Sordos Mexicana se le definió como:

“d) “Sordo señante” es toda aquella persona cuya forma prioritaria de comunicación e identidad social se define en torno de la cultura de una comunidad de sordos y su lengua de señas.”[12]

Mientras que al sordo o sorda que se identifica con una comunidad lingüística oral se les definió como tales, de acuerdo con su particular circunstancia social:

“e) “Sordo hablante” es toda aquella persona que creció hablando una lengua oral pero que en algún momento quedó sorda. Puede seguir hablando y, sin embargo, ya no puede comunicarse satisfactoriamente de esta manera.”[13]

Se reconoció explícitamente que existen sordos que carecen de un lenguaje e identidad social propios plenamente desarrollados. Pero se les distinguió claramente de los sordos señantes, y se explicitó que su privación lingüística no se debe exclusivamente a su sordera, sino sobre todo a un aislamiento socialmente infringido, directamente vinculado a la opresión de la Comunidad de Sordos Mexicana y su lengua:

“f) “Sordo semilingüe” es toda aquella persona que no ha desarrollado a plenitud ninguna lengua, debido a que quedó sordo antes de desarrollar una primera lengua oral y a que tampoco tuvo acceso a una lengua de señas.”[14]

Pues se puede culpar a la configuración biológica del individuo sordo y, en general, a la naturaleza, de que el no pueda adquirir una lengua oral, a pesar de que esta abunde en su derredor.  Pero no se puede culpar a la naturaleza de que la sociedad no garantice el acceso de los infantes sordos y sus familias a la lengua de señas mexicana y, por ende, propicie su mutilación lingüística.

El Comité de Representantes de la Comunidad de Sordos Mexicana hizo un esfuerzo claro por no dejar fuera los derechos de ninguna minoría de la minoría, como son las personas sordociegas, ya fueran sordociegas señantes, hablantes o semilingües.  Y fue así, como sobre la base de estos conceptos y otros similares se construyó una hermenéutica donde cada cosa tenía su lugar y su razón de ser: Educación bilingüe, interpretación, subtitulaje oculto (“closed captioning”), teléfonos de tecla, estenografía o estenotipia proyectada, servicios de relevo telefónico, etc.

Sin embargo, en toda la propuesta no se utilizó una sola vez el término discapacidad. Nunca se opusieron los sordos mudos o prelingüísticos a los oralizados, ni los anacúsicos a los hipoacúsicos, ni los discapacitados auditivos a los normo-oyentes.  Tampoco se propusieron políticas de prevención o de rehabilitación de la sordera.  Y no porque estas no tengan su lugar, sino porque siempre sostuvimos que debían tener su propio espacio, en el marco global de las políticas y las instituciones de salud.

Si nos hubiéramos apegado a la terminología tradicional de corte médico, el resultado jurídico hubiera sido, además de ambiguo, intrínsecamente discriminatorio.   Así, por ejemplo, el término tradicional de sordomudo y sus variantes contemporáneas (“sordo no oralizado”, “sordo silente”, “discapacitado de la comunicación humana”, más las que se acumulen) no distingue al sordo señante del sordo semilingüe y, por ende, su aplicación en la ley propiciaría que se vulneren los derechos de ambos.

Imaginemos, por ejemplo, lo que pasa cuando ante la administración de la justicia se presenta un acusado “sordomudo.”  Si se trata de un sordo señante, se le debería proporcionar servicios de interpretación adecuados.  Si fuera un sordo semilingüe se requeriría un trabajador social especialmente entrenado, y un tutor legalmente acreditado.  Pero si el juez o el ministerio público no tienen la obligación de saber cual clase de sordo no oralizado tienen frente a sí, ¿qué harán?  No es inusual que se llame a un trabajador social, o alguien que ejerza su tutela … ¡pero sobre los derechos de un sordo señante!  O puede que se pida a un intérprete para un sordo semilingüe … ¡y que se le acabe pidiendo que haga las veces de tutor o trabajador social!

Quienes participamos en el Comité de Representantes de la Comunidad de Sordos Mexicana supimos construir un discurso con un mensaje claro para las instituciones de la “comunicación humana” y de la “audición y lenguaje”: Atrás de la raya que estamos trabajando.  O si se prefiere: Fuera del vestidor que estamos cambiando de ropa.  Tuvimos que hacer esto para contrarrestar el monopolio que ellas han venido ejerciendo sobre la definición de las políticas públicas dirigidas a las personas sordas, generalmente sin consultarlas y frecuentemente en contra del sentir de los sordos señantes.

Estas instituciones han contado con todo el apoyo gubernamental para crecer y reproducirse por más de medio siglo.  Sin embargo, nunca se ocuparon de defender la dignidad de los sordos señantes, ni de defender el derecho de los niños de acceder, ni a la lengua escrita de su círculo social oyente, ni a una primera lengua de señas que les sea naturalmente accesible.  Tampoco se han encargado de impulsar la dotación de servicios de estenotipia, de telefonía de teclas, o de subtitulaje oculto, ni para los sordos hablantes, ni para los sordos en general.

Por ejemplo, no era raro que al otrora Instituto Nacional De Comunicación Humana (INCH) de la Secretaría de Salud acudieran a recibir consulta bastantes sordos hispanohablantes, muchos de ellos alfabetizados.  Aún así, el INCH nunca se tomó la molestia de colocar pantallas en la sala de espera, de tal modo que a través de ellas se les convocara por nombre o ficha a pasar a determinado consultorio.  Siempre tenían que, y no me extrañaría que todavía tengan que, ser acompañadas por un familiar o amigo oyente que pudiera escuchar los llamados emitidos por altavoces.  ¿Cómo es posible que se haya cometido tal desatención por tanto tiempo?  La explicación más plausible es que, partiendo de una filosofía institucional que impulsaba por todos los medios la comunicación oral y la oralización de los sordos, nunca les pareció prioritario potencializar otras formas de comunicación visual con sus pacientes, ni siquiera la escrita.

Por su parte, el Comité de Representantes de la Comunidad de Sordos Mexicana se esforzó en argumentar que se pueden construir políticas públicas guiadas por una filosofía diferente:  A cada sorda y sordo hay que respetarle su identidad lingüística, nombrarlo apropiadamente y, de manera consecuente, permitirle un ejercicio pleno de su vida social, de conformidad con capacidades y necesidades culturales que se centran en la vista.

 ¿Los sordos al desnudo?

Desgraciadamente no, todavía no.  El cambio de discurso le facilitó a la Comunidad de Sordos Mexicana la comprobación de que es posible elaborar y proponer políticas públicas que respondan a sus necesidades sin subordinarlas a las políticas de salud.  Y, sobre todo, le mostró a los propios sordos que ellos no tienen porque pedirle permiso a nadie para reivindicar sus derechos, ni tienen porque depender de una pléyade de especialistas en sordera para ejercer su ciudadanía a plenitud.  Se puso un coto al corporativismo de las instituciones de la discapacidad y la Comunidad de Sordos Mexicana empezó la construcción de consensos en torno de su propio ideario.

En el camino, los dirigentes de la Comunidad de Sordos Mexicana y los padres oyentes de sordas y sordos pudieron encontrar muchos aliados.  En la Cámara de Diputados, en el Senado, entre los educadores de sordos, en la prensa, entre los académicos.  No me puedo arriesgar a enumerarlos, porque han sido muchos.  No los conocí a todos, y no me quiero arriesgar a dejar fuera a algunos de los que sí supe.  Pero me siento orgulloso de poder decir que hemos empezado a nombrar a las personas sordas por sus verdaderos nombres, por lo que verdaderamente son.  Prueba de nuestro éxito será el anonimato en que habrá de quedar la gestación primera de estas nuevas maneras de pensar y actuar.  Si tenemos éxito ellas se difundirán a lo largo y ancho de todo el país, lento pero seguro, como ya lo están haciendo por el resto del mundo.

Se han alcanzado algunos éxitos.  Finalmente, el 11 de junio de 2005 entró en vigor la Ley General de las Personas con Discapacidad, la cual incorpora conceptos importantes de la Ley Federal de la Cultura del Sordo.  Cabe destacar en particular el reconocimiento de la Lengua de Señas Mexicana y, en general, de las lenguas de señas:

“IX. Lengua de Señas.- Lengua de una comunidad de sordos, que consiste en una serie de signos gestuales articulados con las manos y acompañados de expresiones faciales, mirada intencional y movimiento corporal, dotados de función lingüística, forma parte del patrimonio lingüístico de dicha comunidad y es tan rica y compleja en gramática y vocabulario como cualquier lengua oral.”[15]

“Artículo 12.- La Lengua de Señas Mexicana es una de las lenguas nacionales que forman parte del patrimonio lingüístico con que cuenta la nación mexicana.”[16]

Entre otras cosas, esta ley obliga a “Garantizar el acceso de la población sorda a la educación pública obligatoria y bilingüe, que comprenda la enseñanza del idioma español y la Lengua de Señas Mexicana…” (Artículo 10, incisos VIII, VI, X y XI), así como el reconocimiento de que el Estado mexicano debe normar el ejercicio de la interpretación en lengua de señas mexicana y español (Artículo 10, inciso XI)

No pudimos esquivar totalmente la reducción del sordo a discapacitado, pues los derechos culturales reconocidos fueron calzados a presión en una ley de discapacidad que será conducida por el sector salud.  Tampoco pudimos remontar la gravitación de algunos legisladores y funcionarios discapacitados en torno de las instituciones médicas y los intereses creados que con ellas comparten.

Aún así, en buena medida hemos definido los términos y los conceptos involucrados en la confrontación y nada volverá a ser igual.  Ahora los sordos señantes podrán ostentarse orgullosamente como tales, ante la sociedad en su conjunto.  Y quien los discrimine llamándolos sordomudos, o tratándolos como mudos y atarantados, se arriesgará a las consecuencias sociales y legales de su arrogancia o de su ignorancia.

En la obra Ecos y Sombras, representada por Seña y Verbo y engendrada por Alberto Lomnitz, había tres clases de protagonistas sordos: Una pareja de señantes, otro hablante y otra semilingüe.  Nunca se les nombró con tales adjetivos, pero la nitidez de su presencia ayudó a muchos a vislumbrar la diversidad social de la sordera. A otros nos ayudó a renombrarla y, por ende, a desnudarla, a exorcizarla.

En general, quisiera concluir dejando constancia de mi gratitud hacia la compañía teatral Seña y Verbo, en especial a Alberto, por el placer que me ha dado la recreación o creación ocasional pero intensamente compartida a lo largo de estos últimos 10 años.

* Los ropajes de la sordera. Este texto se quedó en proceso de publicación dentro de una antología que conmemoraría los 10 años de existencia de la compañía teatral Seña y Verbo.  Tal fue su propósito original, por lo que agradezco la generosidad de Seña y Verbo, pues se me ha permitido reproducir y publicar este texto tanto como lo desee.  Tentativamente, el libro incluirá las colaboraciones de quienes se enumeran a continuación. Prólogo de Enrique Singer, director de la Compañia Nacional de Teatro del INBA. Primera sección: En torno de la Lengua de Señas Mexicana, la cultura y la educación de los sordos de México. Eileen Arzani, especialista en educación especial. Boris Fridman, lingüista.  Paola Torres, etnóloga. Ixchel Solís, artista visual. Segunda sección. En torno del quehacer teatral de Seña y Vebro: Alberto Lomnitz, director.  Eduardo Domínguez, actor sordo.  Lupe Vergara, actriz sorda.  Lucila Olalde, actriz sorda.  Carlos Corona, director escénico.  Hernán del Riego, actor.  Hugo Hiriart, dramaturgo.  Taniel Morales, Músico.  Adrian Blue, director escénico sordo.  Everardo Trejo, programación de eventos de Seña y Verbo.

 

(*) Ponencia presentada en el II Congreso Iberoamericano de Educación Bilingüe para Sordos. Asunción, Paraguay. 24/28 de Abril de 2012

Notas

[1] David Leddick. The male nude. P. 13. Benedikt Taschen Verlag. Italy. 2000.[2] Quien desee profundizar sobre este tema y su relación con los sordos puede consultar a Skutnabb-Kangas, Tove. Linguistic Human Rights: a Prerequisite for Bilingualism. En Bilingualism in Deaf Education , International Studies on Sign Language and Communication of the Deaf, Vol. 27.  P. 139-159.  Editado por Ahlgren, Inger y Hyltenstam, Kenneth.  Signum.  Hamburgo. 1994.

[3] Francisco Hernández Orozco. “Sign Language: Natural Language and Mother Tongue?”  Hearing International. Vol. 5.  Reporte del Instituto Nacional de la Comunicación Humana. Diciembre, 1996.  Las negritas y la traducción del inglés son mías.

[4] Bruna Radelli. Significados sintácticos. Estudios de lingüística formal. P. 255. Marianna Pool Westgard et. Al. El Colegio de México. 1997.  Itálicas del autor.

[5] Véase Jerome D. Schein, The dempgraphy of deafness.  En Understanding deafness socially.  Editado por Paul C. Higgins y Jeffrey E. Nash. Charles C. Thomas Publisher. Springfield Illinois. 1987

[6] Minerva Smith Arango. La situación laboral de los sordos egresados del Instituto Nacional de la Comunicación Humana en el periodo 1960-1970. Reporte de investigación. P. 146. Instituto Nacional de la Comunicación Humana. México, DF. 1991.

[7] Diccionario de la Lengua Español. Real Academia Española. Madrid. 1956.

[8] Minerva Smith Arango. La situación laboral de los sordos egresados del Instituto Nacional de la Comunicación Humana en el periodo 1960-1970. Reporte de investigación. P. 33. Instituto Nacional de la Comunicación Humana. México, DF. 1991.

.[9] CODIGO CIVIL PARA EL ESTADO DE NUEVO LEON. Título noveno.  De la tutela.  Capítulo I.  Disposiciones generales.  Publicado en el Periódico Oficial del Estado de fecha 6 de Julio de 1935.  Última reforma, p.o. 13 de octubre del 2000.

[10] http://homepage.mac.com/chido/Menu10.html.

[11] Dip. Lorena Martínez Rodríguez. Iniciativa de ley federal de la cultura del sordo. Título Primero: Disposiciones Generales. LVIII Legislatura. Segundo periodo de sesiones ordinarias. 13 de noviembre de 2001.

[12] Ídem.

[13] Ídem.

[14] Ídem.

[15] Ley General de las Personas con Discapacidad. Título I. Capítulo Único. Disposiciones Generales. Artículo 2. Diario Oficial de la Federación.  Tomo DCXXI, número 8.  México, DF , viernes 10 de junio de 2005.

[16] Ley General de las Personas con Discapacidad. Título II. De los Derechos y Garantías para las Personas con Discapacidad. Capítulo III. De la Educación. Artículo 12. Diario Oficial de la Federación.  Tomo DCXXI, número 8.  México, DF, viernes 10 de junio de 2005

 

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