Reflexión sobre los límites en las opciones de minorías sexuales

Usuario-VacioPor Mónica Solange de Martino[1],

Montevideo, 2010.

Sección: Artículos, cultura sorda.

Resumen

¿Qué relación tiene la matriz cultural estadounidense con la posibilidad de concretar el deseo de ser madres de hijos discapacitados por parte de una pareja de lesbianas de clase acomodada e intelectualizada? ¿A qué derechos remite esta posibilidad? ¿A los de una minoría sexual? ¿A los de una minoría conformada a partir de su discapacidad? Existen rasgos de la cultura de esta modernidad tardía que permiten que podamos constantemente preguntarnos ¿por qué no hacerlo? Tal vez deberíamos retomar la interrogante típica de la Ilustración: ¿por qué? ¿Qué une estas reflexiones sobre arreglos homoparentales, fertilización asistida, reproducción de la discapacidad, derechos de minorías y cultura del capitalismo tardío? Aún sabiendo los debates que puede disparar este artículo, intentamos dar cuenta de estas interrogantes a partir de un caso concreto. Encuentra su motivación específica en la lectura del artículo periodístico “Sordos por decisión materna”, publicado en El País de Madrid, el 9 de abril de 2002. El episodio ocurrió en Washington e involucró a una pareja de graduadas universitarias sordas, que optaron por tener dos hijos, vía técnicas de fertilización asistida, seleccionando el semen de un hombre sordo de quinta generación, para asegurar que los niños portaran también la misma discapacidad. El artículo expone reflexiones que derivan de la revisión bibliográfica de la investigación “Ser hombres, ser padres en contextos de pobreza”, desarrollada en el marco del Régimen de Dedicación Total.

Palabras clave: homoparentalidad, género, familia, identidades.

Introducción

El presente artículo, que optamos por presentar a modo de ensayo, encuentra su motivación en la lectura del artículo periodístico “Sordos por decisión materna”, publicado en El País de Madrid, el 9 de abril de 2002.

El episodio ocurrió en Washington e involucró a una pareja de graduadas universitarias sordas, que optaron por tener dos hijos, vía técnicas de fertilización asistida, seleccionando el semen de un hombre sordo de quinta generación, para asegurar que los niños portaran la misma discapacidad. A partir de esta noticia, que enmarca nuevos vínculos y arreglos afectivos- sexuales, criticamos la razón de estas mujeres, representantes de tres tipos de minorías: una vinculada a su condición de mujeres, otra a su opción sexual y la última a su discapacidad.

Intentamos desentrañar qué está en juego en estas opciones, especialmente la vinculada a la decisión de engendrar hijos portadores de discapacidad. Nos interesa debatir en torno de lo endogámico femenino –es posible tener hijos sin que intervenga el varón– especialmente sobre lo endogámico homosexual femenino –es bueno tener hijos sin que intervenga el varón–. Planteamos que el movimiento gay posee cierta tendencia a la hipercorrección cívica –tener hijos– con base en los sueños tal vez más pesados de la racionalidad occidental, concretamente, a una de las expresiones más potentes de dicha racionalidad: la medicina. Si sumamos el deseo de reproducir la discapacidad en sus hijos, corresponde realizar otras preguntas: parecería que ambas mujeres desean construir una familia como comunidad eugénica. Si bien este término ha sido asociado al mejoramiento de la raza y a fenómenos políticos violentos y racistas como el nazismo y el fascismo, estas mujeres, al seleccionar un rasgo vinculado a una minusvalía, apelan a una eugenesia, digamos, cívica.

Apelamos al neologismo “ideogenesia”: la reproducción genéticamente asistida de rasgos, basada en valores que pueden ser considerados “políticamente correctos”, en este caso, un rasgo asociado a una discapacidad: no existe intención de “mejorar la raza”. El artículo no trata sobre el derecho de lesbianas a ser madres; habla de su identidad como asunto, preocupación y conflicto, desplazado a la sordera; de la anécdota fundacional de esta familia/comunidad, portadora de discapacidad, cuyas figuras adultas pertenecen a una minoría sexual. Trata de celebrar una identidad y una cultura, basada en ciertos mitos antropológicos, como la grandeza de la soledad, el desamparo de la manada y la ternura de una comunidad, en un ambiente hostil, justificada por las protagonistas en aspectos materiales –políticas asistenciales para sordos– cuando su condición profesional y económica hace caer por su peso tal justificación.

La argumentación articula pares conceptuales: minoría/comunidad, estigma/carencia, familia/manada, políticas de reconocimiento/políticas económicas.

Sostenemos que en el sueño realizado por estas madres lesbianas se desliza cierta ingenuidad: construir una comunidad ideogénica, síntesis entre familia y manada, comunidad y sociedad, elección y corporativismo, identidad e indiferenciación, que no logra superar la mera reproducción de la sociedad que la engendra: una sociedad del Primer Mundo, en tiempos del capitalismo tardío, con una historia particular.

Una pareja de lesbianas sordas

El título anticipa una historia y un debate: ser pareja nos habla de apareamiento, estabilidad afectiva y sexual. Parecería ser que los homosexuales ya no quieren sólo vivir juntos: quieren casarse, una unión sancionada por el Estado, aceptada por su familia y socialmente legitimada. Incluso tal vez respetarán la tradición patriarcal de la división sexual del trabajo. Su propia diversidad o diferencia parece ser anulada por una postura hipercorrecta, que busca redimir a la homosexualidad, negando estereotipos estigmatizantes históricamente imputados a ella. Ya no es la homosexualidad asociada a lo promiscuo, al dandy, al travesti, a la “loca” o “rara”. Esa pareja infértil, bajo sospecha, ya no quiere problemas con la autoridad.

Será algo bueno, correcto, purificado en el mito del amor romántico, pacífico y espiritual, luego de ser tan mal asociado a tanto cuerpo y tanto pecado. Necesita una gran matriz familiar, en lo posible blanca y tolerante, que la acepte, la reabsorba y ¿por qué no?, la quiera.

La situación que provoca estas reflexiones asocia a su homosexualidad otra característica: ambas son sordas y decidieron reproducirse, garantizando que sus hijos fueran portadores también de esa discapacidad. La historia y el debate anunciados, parecen ser aún más complejos. Tratemos de ordenar algunas reflexiones en torno de la particular situación.

 

La constitución de la minoría

Entendemos por minoría a todo grupo social con un comportamiento de tipo endorreflexivo-reinvindicativo, justificado por una marca o estigma (Goffman, 1999), que funciona como carácter recesivo frente a otro dominante al que se opone. El concepto de carencia aparece como palabra clave para entender la arquitectura y funcionamiento de la noción de minoría. Toda minoría se quiere organizada alrededor, no de una carencia –aquello que la niega–, sino de una identidad, en la medida en que identidad es la negación de la carencia. Una noción que transforma la falta en una positividad, llena de discurso, de teoría y de autoconocimiento. Casi como una operación mágica, se pone plenitud donde había un vacío: ya no una carencia, sino una identidad; ya no la aparente corrección cívica, eufemística y reverencial de “no oyentes”, sino la corrección política de “sordas”.

La constitución de una minoría podría ser pensada de acuerdo a un movimiento en dos tiempos, a partir del tema clásico del estigma de Goffman (1999).

Primer paso: el estigma se transforma en identidad. Segundo paso: la identidad se transforma en pedigree.

Vale la pena detenerse en el primer paso: su generalidad es básica para entender la historia política del capitalismo moderno, pero también trivial para comprender la historia posmoderna de las minorías.

Podría decirse que la modernidad civil comienza cuando el estigma o la marca empiezan a ser tratados como identidad. Comenzaría así la era de la creación de subjetividades y de la gran utopía de lo político: el nacimiento del Estado político moderno y su contracara, la sociedad civil. Su discurso-emblema es el psicoanálisis, que plantea el problema de la hermenéutica del yo, como nuevo procedimiento y nuevo discurso de gobierno o poder político (Foucault, 2001).

Hay que hacer hablar, dejar hablar al otro; transformar el rasgo patológico (marca, trastorno o defecto) en rasgo identitario (síntoma, interpretabilidad). La gran tarea del Estado político moderno es interpretar e interpelar, producir identidad y crear sujetos.

Con respecto al segundo paso: la identidad se transforma en pedigree. Tal vez sea pueril, pero sólo dado ese paso, la minoría se fabrica a la manera de una corporación, pequeño paraíso comunitario endogámico que conducirá, en este caso, a la apoteosis de la minusvalía.

En “lesbianas sordas” aparece una tercera marca: la sordera junto a las dos anteriores: mujer + homosexual = i.e. lesbiana. Estas marcas forman un diagrama inclusivo de cajas chinas. Cuanto menos integrantes, más pedigree, cuanto más pequeño es el conjunto, más refinada la pureza y sólida la pertenencia. La minoría se transforma en una especie de aristocracia recesiva: mujer, mujer homosexual, mujer homosexual sorda.

 

Una pareja de lesbianas sordas decide tener hijos

La parte más previsible de la hipercorrección cívica gay, a saber: tener hijos, está asistida por los sueños de la razón, por los sueños más pesados de la racionalidad de Occidente y de una de las formas más fuertes de esa racionalidad: la médica.

Creemos que algo grave ocurre, en tiempos de un capitalismo mundializado y obsceno. Antes comprendíamos el mundo: teníamos hipótesis de intelección y robustos sistemas teóricos. La gran pregunta filosófica de Occidente era ¿por qué?, hecha por la curiosidad sana de un espíritu proyectándose en progreso.

Ahora acumulamos conocimiento en las formas más sofisticadas del capital tecnológico: manipulamos todo y podemos fabricar eventualmente todo. Llegamos al “saber absoluto”. La pregunta ya no es ¿por qué?, sino ¿por qué no? Podemos manipular huevos, matrices y embriones: ¿por qué no embarazar a un hombre? ¿Por qué no embarazar a una mujer sin que intervenga el varón? ¿Por qué no hacerlo por una buena causa: el respeto a las minorías?

La variada tecnología de la asistencia a la fertilidad apoya a la minoría femenina en la tarea de tener hijos, convirtiendo el deseo en realidad. Las llamadas manipulaciones homoparentales refuerzan lo endogámico femenino (es posible tener hijos sin que intervenga el varón) y sobre todo lo endogámico homosexual femenino (es bueno tener hijos sin que intervenga el varón). La consecución de los hijos, paradójicamente, interviene reforzando el contrato excluyente de la minoría lesbiana.

Una pareja de lesbianas sordas decide tener hijos sordos

La noticia se completa. La pareja ha recurrido al semen de un donante sordo de quinta generación. Se ha asegurado, casi absolutamente, tener hijos sordos: una niña y un niño. La minoría se autogenera en una comunidad ideogénica.

¿Qué criterio sigue la construcción de esta comunidad? ¿Se trata de una minoría sorda o, por decirlo de alguna manera, de una minoría homosexual o lesbiana? En el orden de la producción de discursos, en torno a las identidades, no es lo mismo ser sordo que ser mujer o ser homosexual. La sordera le pertenece al cuerpo, anátomo-patológico, es decir, a la máquina. La sordera es objeto: es tratable, pensable por la cirugía. Es, incluso, signo: semiología, clínica, diagnóstico. Es precisamente la sordera, con su pasividad ideológica, la que viene a desencadenar los hechos: de las tres marcas minoritarias que definen a la pareja de lesbianas, es la única que se puede reproducir genéticamente. Con una voz que proviene, ya no del cuerpo ni de los saberes asociados a él, sino de la política, la sordera no se quiere deficiencia, discapacidad o minusvalía, sino diferencia, identidad o minoría.

Paradójicamente, si la sordera pareciera ser amorfa políticamente, su reproducción se torna en un acto eminentemente político de conformación de una minoría, asociada a cierta identidad. Desde la máquina, desde el cuerpo, desde lo que se puede reproducir genéticamente, se refuerza políticamente esa comunidad ideogénica.

La polémica sobre si debemos interpretar la sordera como identidad o como discapacidad, es otro tema.

En este caso, parecería que más que una peculiaridad, es un don, motivo de orgullo, a defender. Nancy Rarus, Presidenta de la Asociación de Sordos de Estados Unidos, cuando el episodio alcanzó carácter público, indicó que le resultaba disparatada la creación de la sordera, pero admitía que es razonable que una pareja de sordos desee un hijo sordo.

Estas declaraciones conducen a cómo caracterizar y definir la acción de la producción asistida de la sordera. Podríamos hablar de eugenesia: el mejoramiento de la raza o especie por asistencia genética. Sueño moderno de Francis Galton, que desarrolló una disciplina y práctica que alcanzó un desarrollo importante en Europa y especialmente en Estados Unidos, hasta la Segunda Guerra Mundial. La eugenesia produce en una cadena recta hacia el perfeccionamiento; maneja con sabiduría la ecuación de la secuencia progresiva. Podríamos contraponerla a disgenesia (voz médica para nombrar malformaciones y desarrollos defectuosos), contrautopía de las mutaciones, el lugar de las “razas inferiores”, de todo aquello que estalla ante la racionalidad predictiva de la ciencia.

No podríamos asociar la reproducción genética de la sordera como eugenesia; sería irónico, en la medida en que es ya conocida la historia de alianzas entre la eugenesia y los racismos paranoicos del siglo XX. La eugenesia ha sido una práctica históricamente negativa: leyes de esterilización para débiles mentales en Estados Unidos, el exterminio fascista de razas inferiores, etc.

Duchesnau-McCullough, la pareja de mujeres lesbianas y sordas, utilizan la variante cívica de la eugenesia: estimular la aparición, valorada positivamente, de un rasgo o carácter que implica una minusvalía.

Apelamos al neologismo ideogenesia, entendida como la reproducción genéticamente asistida de cualquier rasgo –en este caso la sordera– a partir de consideraciones ideológicas –en este caso la defensa del derecho a ser madres de niños sordos por parte de una pareja de lesbianas sordas–. La ideogenesia es inocente, independiente del formato ético que lo contenga o de las polémicas que suscite. Nunca está bajo sospecha, pues no busca el “mejoramiento” de la raza y, por el contrario, reconoce derechos de minorías, de allí su inocencia.

Sharon Dushesneau, una de las madres, es hija de padre oyente y madre sorda. Hace unos diez años, su padre le dijo que si algún día decidía ser madre, debía consultar con un especialista en genética para minimizar el riesgo de tener hijos sordos. “Me sentí despreciada; sentí que mi padre consideraba que había algún problema conmigo y que la sordera constituía, para él, algo muy negativo”.

Duchesneau ha hablado de eso muchas veces con su padre, quien dice comprender ahora la decisión de su hija y de su pareja, pero ella sigue dolida […] “La sordera constituye una forma de normalidad, distinta de otras normalidades, pero no inferior”, afirma Candice McCullough […]

Sharon Duchesneau, licenciada en medicina y bioética, indica que la sordera de sus hijos permite que la comunidad familiar sea más homogénea. Y agrega: “La gente sorda hace que la sociedad sea más diversa y, por tanto, más humana. Hemos elegido que nuestra descendencia sea sorda; igual podríamos haber elegido lo contrario. ¿Es bueno utilizar la ingeniería genética para acabar con características como la incapacidad de oír?” (El País, 2002).

Pero la inocencia de la ideogenesia, luego de los párrafos transcritos, se torna en algo banal. La anécdota fundacional de esta pareja y, luego familia, es previsible. Habla de identidad como asunto, preocupación y conflicto; un conflicto desplazado, volcado masivamente sobre la máquina y el cuerpo: la sordera. Las otras identidades en juego quedan subsumidas en la sordera, inocente políticamente y sin sospechas. Habla de celebrar una identidad y una cultura; también vagamente de ciertos mitos antropológicos, como la grandeza de la soledad, el desamparo de la manada y de la ternura de su comunión en un ambiente hostil. Termina hablando de resentimiento como disparador del fuerte sentimiento de pertenencia a y de pedigree en la familia-comunidad creada.

La pareja de lesbianas, sordas, madres de niños sordos y la economía política ¿Es sólo el juego imaginario de este grupo familiar –el orgullo, la identidad, la cultura o el sentido de la pertenencia– lo que explica o justifica la existencia de esta comunidad familiar ideogénica?

Parece que no, si nos atenemos a las palabras de una de las madres, Sharon Duchesneau: “Criar a un niño sordo es mucho más barato que a un niño oyente; la guardería, el parvulario, la escuela y la universidad son, por ley, gratuitos”. Parecería ser que la comunidad familiar ideogénica se construye sobre los créditos, los beneficios económicos y los derechos establecidos legalmente. Las minorías se instalan y prosperan, lo cual es razonable, en una cultura de la culpa: una cultura legislativa o reguladora, que quiere el contrapeso reparatorio de los errores o crueldad de la naturaleza. Por otra parte, esa misma cultura se entrecruza con los adelantos y condiciones técnicas para producir y reproducir aquello que la legislación ampara: tenemos hijos sordos porque hay beneficios sociales que lo hacen más barato. Pero dados los títulos universitarios que estas madres tienen, el barrio en el que viven, nos sentimos un poco engañadas con esta justificación.

Sharon Duchesneau, licenciada en medicina y bioética, y Candice McCullough, terapeuta mental, ambas egresadas de la Gallaudet University de Washington, habitantes de un barrio residencial de esta ciudad, no necesitan que el seguro social se haga cargo de la educación de sus hijos. ¿Por qué tal justificación? Tratemos de encontrar una línea de interpretación: para esta pareja, perteneciente a una clase social que tiene posibilidades de fabricar su deseo utópico y tiene educación como para vivir cierta omnipotencia con ciertos remordimientos, la necesidad es la más noble de las salidas posibles, ya que enraíza en una realidad aquello que siempre será sospechoso de ser antojo o capricho. Lo ancla no en cualquier realidad, sino en la noble realidad de la supervivencia, el sacrificio y la lucha, que no es justamente la realidad que caracteriza a su origen social. Parecería que ambas mujeres viven como madres fundacionales, heroínas, mujeres perseguidas y obligadas por los avatares de la emergencia, la necesidad o la injusticia, a atrincherar a su prole, que simbólicamente es algo más que su descendencia. Madres fundacionales que han engendrado niños minusválidos cuando podrían haber hecho lo contrario; niños asistidos por seguros sociales por su minusvalía, pero que económicamente no lo necesitan; todos estos aspectos y esa prole son también rasgos de una cultura capitalista hedonista y narcisista, ligth y banal.

Muchas mujeres solas o en parejas, homo o heterosexuales, se inseminan y utilizan, de forma directa u oblicua, procedimientos eugénicos (la elección del IQ, la raza, el color de ojos, etc.), pero lo hacen en silencio. Ninguna ha convocado a la prensa para instalar en un escenario su discurso, plagado de polémicas, debates y reflexiones, declaraciones y reivindicaciones, como lo ha hecho el matrimonio Duchesneau-McCullough. No justificamos a las primeras. Solamente pensamos que éstas últimas no buscan celebridad o fama efímera; buscan exponer una causa: su familia, su manada laboratorial: la primera comunidad ideogénica de sordos.

“Algunos dicen –señala McCullough– que no deberíamos haber tenido hijos con esa minusvalía. Pero también los negros tienen más dificultades sociales que los blancos. ¿Impide eso que mujeres blancas elijan inseminarse de un hombre negro, si quieren? Todas las opciones deben mantenerse abiertas” (El País, 2002).

Cuando una cultura ya no ofrece nada por qué pelear colectivamente, nada que convoque a la lucha por todos y cada uno de sus integrantes, nada que defender, se puede crear –¿por qué no?–, lo que va a defender y defender lo que va a crear. Aparecen la minoría, la singularidad y su expresión final: la ideogenesia. Parecería que hay una energía civil que no sabe en qué gastarse. La energía de una clase educada en un discreto deseo de lucha y de resistencia, sin que haya algo por lo que valga la pena luchar o contra qué resistir. Ni su creación ni la defensa de su creación le pertenecen a la historia de la liberación o la resistencia, a la historia de la lucha de los oprimidos. Le pertenecen, tristemente, a la historia del aburrimiento civil en el mundo desarrollado.

Corrijamos: aburrimiento civil de cierto momento histórico. ¿Cuándo si no en tiempo del capitalismo tardío, del consumo por encima de la producción, del liberalismo político, podría haber ocurrido? Aburrimiento civil de una clase social: ¿en qué sectores sociales sino en los acomodados del mundo desarrollado podría haber aparecido esta situación? ¿Lesbianas pobres pueden acceder a sofisticadas técnicas de fertilización asistida y poseer un nivel cultural que les permita elaborar un discurso para fundamentar su decisión? ¿Podrían organizar una conferencia de prensa con repercusiones en medios de prensa de diversos países del mundo? Es también cierta cultura y educación: ¿cómo, si no a través de la ideología, la doctrina y, en suma, el espíritu de la nueva izquierda, los multiculturalismos, el posestructuralismo, podría haberse dado? También esta situación habla de cierta geografía política: ¿dónde se hubiera situado, si no, en el mundo reformista-protestante, con su psicología de colono, con su dinámica comunitaria incesante entre la paranoia policíaca y la tolerancia horizontal indiferenciada?

Esta cultura, anclada en una economía política específica, cumple con la solicitud de McCullough de mantener todas las “opciones abiertas”, quizás menos por una verdadera vocación democrática y tolerante, que por no tener la fuerza de mantener algunas opciones cerradas. “Opciones abiertas” es la expresión políticamente correcta, del “¿por qué no?” posthegeliano. En una democracia que se alimenta no tanto de los grandes valores liberales (permisividad, tolerancia, respeto a la diversidad y a la diferencia) cuanto de sus formas convencionales, de sus rituales y ceremonias, no es raro que el “estilo democrático”, se tramite coercitivamente. En este caso, a partir de lo creado, de la comunidad ideogénica producida intencionalmente.

Problematizando la noción de pedigree: respuesta profunda y dolida con escasa proyección política

En los años ochenta se simpatizaba fácilmente con el concepto de minoría, como una especie de discreta reserva de utopías. Al ponerse en escena como una lucha en condiciones desventajosas contra un gran poder normalizador y estigmatizante, la minoría mostraba el camino de su indocilidad. Era posible reconocer en las luchas por los derechos civiles de las minorías a esa nueva izquierda que muchos esperaban, utópica, impura, despareja, que tenía como inspiración fuentes críticas y luchas sostenidas en una vasta teoricidad: feminismo, estudios sobre género (gender studies), sobre masculinidades (men ́s studies), culturas gays y de lesbianas (lesbians studies), etc.

La situación que analizamos, parecería estar más bien fundada en un terreno híbrido de cultura, rituales, luteranas y pragmáticas, profundamente disciplinarias y policíacas, con dosis de liberalismo político, todo edificado sobre suelos de liberalismo económico de circulación y consumo.

La idea de minoría no pertenece a la tradición crítico-dialéctica. No proviene de una cultura institucionalista de la gobernabilidad; no proviene de la carencia latina, sino del estigma protestante.

En párrafos anteriores definimos que la comunidad minoritaria decanta en el recorrido que lleva del estigma (vacío, carencia) a identidad (teoría, discursividad, diferencia); de ahí a pedigree (orgullo y pertenencia). Ahora queremos elaborar nuevamente esa afirmación.

Estigma no es igual a carencia: estigma es cicatriz, herida, marca, carta de identificación. Carencia, en cambio, es un tema jurídico-político, que pertenece al escenario de los derechos civiles y remite a dispositivos de construcción de sujetos. Carencia-necesidad-derecho: aquello que Yo tengo o soy, aquello que le falta al otro (para ser Yo), aquello que el otro tiene derecho a ser o a tener (para ser Yo).

Estigma, como dispositivo militar en lenguaje foucaultiano, vive en los espacios de interacción y pragmáticos de la cultura protestante, en ambientes hechos de reglas y normas reguladoras del comportamiento comunitario y en una cultura que funciona a partir de la separación reguladora entre sano y enfermo, normal y anormal. Estigma sirve como elemento táctico y estratégico para tales segmentaciones, para clasificar y descartar. Basta pensar en la obra Los Anormales de M. Foucault. Más que remitirnos a este autor, consideramos que el tratamiento del tema que hace Goffman (1999) es interesante, por lo sintomático. Carencia es estrictamente lo contrario: prospera en lo público- político, es decir, en el gran espacio de la ley y la prohibición. El estigma vigila, regula, hace enmudecer, excluye. La carencia, en cambio, gobierna, administra, anexa, hace hablar: habla de sociedad, de grupos en situación de carencia, de movimientos de resistencia, de posturas gubernamentales con relación a ella. El estigma hace pensar en instituciones, ciencias y disciplinas que cercan a su portador.

Para las culturas institucionales, la identidad parece indisociable de la soberanía: contiene una operación de separación, de discriminación simbólica, dialéctica, con respecto al que me somete, al discurso del amo. Conocerme es emanciparme y hacerme soberano. En cambio, el pedigree, el orgullo de la marca alrededor de la cual se congrega y cohesiona la minoría, no proviene de teorizaciones o elaboraciones discursivas de la diferencia como identidad.

La dialéctica estigma-pedigree, como se presenta en esta pareja lesbiana, es, en última instancia, acrítica y asimbólica: pedigree es una réplica hiperrealista, una respuesta contundente al daño real del estigma, una reacción, una respuesta defensiva ante una agresión exterior.

Quizás la contundencia de la respuesta (familia de lesbianas y sordas, con hijos sordos) se relacione con el origen de todo estigma: el estigma proviene de una forma de poder anterior y más rudimentaria que la política; el poder panóptico o un poder policíaco que toma, captura, controla; que me separa, me marca, no en lo simbólico sino en lo real, en el cuerpo (Foucault, 1977b; Donzelot, 1986). El discurso etológico, es el modelo del saber-control panóptico sobre el otro, especialmente cuando ese otro es diferente, tan diferente como estas mujeres.

Ante ese discurso etológico, funcional el poder panóptico del control y la separación: ¿cómo responde esta pareja? Tal vez con un discurso suplementario, similar pero invertido, que reinventa sin cesar el mito corporativo, pone en palabras el cuerpo de la manada, visto desde su interior, enfatiza los lazos amorosos que las hermanan en la vida misma.

Nancy Rarus, de la Asociación Nacional de Sordos y sordas de nacimiento, no comprende a la pareja lesbiana, pero admite que “hay muchos, muchos sordos que desean hijos sordos ¿Por qué? Porque así la familia comparte un mismo lenguaje, el de las señas, una misma habilidad para leer los labios y una misma forma de vida”. La “comunidad”, además, se relaciona intensamente entre sí y sólo ocasionalmente con “oyentes”, por lo que la incapacidad de oír facilita la integración […]

Además, las organizaciones de sordos han insistido durante años, en que la incapacidad de oír no es motivo de vergüenza o de inferioridad personal o social, y ese mensaje ha acabado creando un cierto orgullo […] (El País, 2002). Sharon Duchesneau aún se siente dolida por el consejo recibido por parte de su padre, más allá que él apoye y comprenda a la pareja y su decisión de ser madres, de la manera elegida.

Ante tanto estigma y control, poder político y discurso etológico, la minoría (o la manada, en sentido psicológico) se apoya en la mitología de las formas casi biológicas o zoológicas de la ternura. Vive la angustia y el desamparo del individuo, la discriminación: “ni mi papá es mi verdadera familia”. Siente el alivio de agruparse, de reunirse con pares y semejantes, de hacer manada: “he encontrado a mi verdadera familia, reconstruyo las relaciones de parentesco y consanguinidad, pertenezco a una minoría que me acepta, me quiere y formo una familia muy similar a mí”.

 

La minoría que nos preocupa, vive un segundo desamparo: el de la manada en un medio hostil: el de los oyentes. El gran grupo hegemónico no marcado, justamente todo lo que no es familia o manada, lo diferente a mí. La contrapartida de este nuevo desamparo: la comunión de la manada, la familia ideogénica conformada respetando la marca (sordera).

He aquí la identidad, el orgullo y una forma defensiva: una misma forma de vida para los cuatro. A la manada la une un lazo, una cohesión más fuerte que el pacto familiar. Metafóricamente el lazo es empático, magia, objeto milagroso, orgullo alrededor de un objeto. Por lo regular, se basa en profundos y comprensibles sentimientos de resentimiento y rencor: he sido negada, abandonada y rechazada por los míos. Más verdadera que la familia de origen, la manada no es una condena genética o un mero accidente sanguíneo: es alianza, el nuevo cuerpo que elijo y que me elige, después de que el viejo cuerpo me ha rechazado. La manada no se obtiene por generación como la familia, sino por elección e identificación profunda, por una suerte de indiferenciación: soy igual a quien elijo y a quien doy vida. En esta tensión dialéctica se dibuja el sueño de la comunidad ideogénica Duchesneau- McCullough, síntesis entre familia y manada, comunidad y sociedad, elección y corporativismo, identidad e indiferenciación.

Si la comunidad decanta en el camino que recorre del estigma al pedigree, como dijimos, en primera instancia ese pedigree no es solamente orgullo e identidad, sino una respuesta vital y desmesurada ante la discriminación y formas de control social sobre los diferentes. Avancemos.

El discurso etológico del poder panóptico había concebido al otro como cosa, lo diferente, lo desviado. Pero el otro, en este caso, la pareja lesbiana, lo toma, lo pliega y lo imbrica en mitos correctivos para crear un discurso suplementario, invertido, un imposible discurso de manada, a través del cual el otro obtiene un esquema de sí mismo, se organiza y defiende.

Es esta reterritorialización del discurso etológico del poder panóptico, el que construye a la minoría, al poner un plus donde había un estigma crea la comunión, la noción de orgullo o de pedigree. Pero la minoría no es, con respecto al poder panóptico otra cosa, no está fuera de aquel. Es un discurso reactivo, cautivo de ese universo, destinado a verificar su lógica. Igual es claro que la manada es respuesta a la deshumanización de la que es objeto por parte del poder policíaco.

La minoría es algo defensivo: la organización de un contrapoder tan policíaco como aquel que la aisló y la convirtió casi en un gueto. La minoría así planteada, en la familia Duchesneau-McCullough, no hace una crítica filosófica al universalismo de la carencia, ni una resistencia de gueto ante una cultura falocéntrica. Creemos que hay una conducta organizacional defensiva con respecto a poderes policíacos, profundamente normativos e internalizados. Y no son aleatorios. Poseen raíces en la propia historia del país donde se desarrolla esta historia.

Para las culturas de gobierno, la consigna de conocerme a mí mismo equivale a teorizarme o interpretarme; tiene como objetivo la utopía cívica de liberarme y construir mi soberanía. Para las culturas protestantes y pragmáticas, que atraviesan la cultura estadounidense, conocerme quiere decir más bien tener esquemas de reconocimiento con mis semejantes y hacer manada, con el objetivo de defenderme. Este sea tal vez el verdadero sentido de las nociones de identidad y de cultura en el discurso de la minoría.

La comunidad protestante se especializa en segregar minorías culturales. La sociedad del mercado, del capital y del consumo se diversifica: revistas para negros, supermercados gay, turismo amigable para el movimiento gay, videoclubes para lesbianas. Las minorías parecen condenadas a reproducir la lógica de la comunidad. La minoría establecerá, especialmente aquellas relacionadas con opciones sexuales, una estrategia típicamente reformista de lucha por el reconocimiento cultural y jurídico, reformas o enmiendas a las reglas y a las normas. Comunidad-minoría-más comunidad, es la dinámica política de la sociedad protestante americana.

Desde un punto de vista político-transferencial, el “desprecio” o el “rechazo” de Mr. Duchesneau por su hija, tendría como consecuencia, tal vez, horas de psicoanálisis. En la comunidad blanca protestante de Estados Unidos ocurre la puesta en escena de estos fragmentos de vida como una suerte de revuelta social por los derechos civiles de la minoría: mujeres + lesbianas + sordas + madres de niños sordos.

El rechazo de Mr. Duchesneau da cuenta de la aplicación de un poder policíaco destinado a evitar que el otro se exprese, actúe, decida; indica también el fracaso de ese mismo poder. Por el contrario, permite su reterritorialización: el rechazo del padre parece no solamente habilitar la organización de la minoría, sino también disparar doctrinas, discursos, teorías, autorreflexión. Constituir la obligatoria voz del otro, subordinado y subprivilegiado. El rechazo de Mr. Duchesneau por Sharon –sorda y lesbiana– no sólo no es completo; comienza a existir cuando lo recrea en su carácter fundante o totémico, cuando se incorpora al juego de la democracia.

He aquí otra enseñanza de la comunidad ideogénica Duchesneau-McCullough: mostrar el componente ritualizado de los movimientos políticos de las minorías: sus formas convencionales de hacer política, sus protocolos. La gran ilusión política de la tolerancia, la diversidad y una democracia omnímoda, de una política sin economía política (Zizek, 2001). La comunidad ideogénica de la pareja lesbiana, no es una exacerbación de multiculturalismos: es su objeto más representativo.

La izquierda y lo meramente político

Nos hemos referido a la justificación de la pareja, mencionando las subvenciones estatales. Interesa profundizar este aspecto. En Iustitia Interrupta (1997), Nancy Fraser sostiene que movimientos como el feminismo, el antirracismo, plantean desafíos que ninguna izquierda debería ignorar. Agrega que algunos de estos movimientos, por ejemplo los vinculados a la raza y la etnia, están enraizados en la economía política, mientras que otros, como los movimientos de lesbianas y gay, no. Su fundamentación: al no constituir una clase explotada, la injusticia que estas minorías sufren, se debe esencialmente a una cuestión de aceptación; por tanto, sus luchas serían más asunto de reconocimiento cultural, que de liberación de una opresión material.

A su colega y coterránea Judith Butler (2000) la postura de Fraser le resulta peligrosa: no se puede dividir los movimientos minoritarios en grupos de primera y segunda, según puedan o no justificar su existencia en una dimensión económico-política o en otra “meramente cultural”. Argumenta, en primer lugar, la impertinencia de la propia división entre ámbito material y cultural, y en segundo, que género y sexualidad forman parte de la vida material. Apela a autores de la izquierda europea, desde Marx a Althusser e incluso Foucault, para persuadir al lector –y a Fraser– que todo en última instancia –sexualidad, género, identidades– termina por tener raíces en la economía política.

¿Es necesario aclarar que siempre es posible anudar la economía política y la economía libidinal? Gramsci (1981: 194) ha dado una respuesta: El industrialismo es una continua victoria sobre la animalidad del hombre, un proceso ininterrumpido y doloroso de sojuzgamiento de los instintos a nuevas y rígidas costumbres de orden, exactitud y precisión […] El trabajo, por ejemplo, exige una rígida disciplina de los instintos sexuales, un fortalecimiento de la familia en sentido amplio (no de esta o aquella forma histórica), de la reglamentación y estabilidad de las relaciones sexuales.

En otro sentido Foucault (1977a), ha derribado la hipótesis represiva, sostenida por el marxismo, diríamos clásico. En este caso parece trivial esta discusión. O mejor dicho: es verdad, pero no pertinente. No creemos que las luchas reales de las minorías sexuales en el Primer Mundo y específicamente en la cultura comunitaria educada de Estados Unidos, tengan un sentido económico-político, aunque en última instancia, puedan ser remitidas analíticamente al ámbito de la economía política. Esta última aseveración se comprenderá; no es en absoluto lo mismo.

Si al mostrar la dimensión económico-política de la lucha se pretende dotar de nobleza, digamos, a los movimientos, enraizándolos en la realidad material, la línea argumentativa de Butler funciona en forma análoga a la invocación a los subsidios estatales de Duchesneau-McCullough. Sobrevuela cierta combinación de sospecha de frivolidad y mala conciencia, por lo menos en las sociedades protestantes y educadas de Estados Unidos, no en la cultura de Butler. No del todo, al menos.

Insistimos en la idea de que la comunidad segrega minorías que, amparadas en un simulacro de liberación, reduplican a la comunidad, lo que no significa que dejemos de reconocer sus luchas reales, sus víctimas, sus damnificados, sus muertos, sus conquistas. Queremos contraponer el argumento de Butler sobre la inestable, ambigua e inapropiada distinción entre economía y cultura y que género, sexualidad y mujer son nociones o categorías básicamente económico-políticas, con el argumento contundente de Spivak (1985: 233): […] Si el insurgente campesino fue la víctima y el héroe desconocido de la primera ola de resistencia contra el imperialismo territorial en la India, se sabe muy bien que, por razones de connivencia entre las estructuras patriarcales preexistentes y el capitalismo internacional, la mujer subproletaria urbana es el sujeto paradigmático de la configuración actual de la División Internacional del Trabajo. Conforme investigamos las pautas de resistencia entre estas “eventuales permanentes”, los problemas de constitución –de– sujetos en la mujer subalterna van adquiriendo importancia.

Comparemos esta cita con otra de Butler (2000: 115-116): ¿Es posible distinguir, aún analíticamente, entre la falta de reconocimiento cultural y la opresión material cuando la misma definición de “persona” legal está rigurosamente constreñida por las normas culturales que son indisociables de sus efectos materiales? Por ejemplo, en los casos en los que se excluye a lesbianas y gays de las nociones de familia definidas por el Estado (que de acuerdo con el derecho tributario y de propiedad, es una unidad económica); cuando se les excluye, negándoseles la condición de ciudadanía; cuando se ven privados de forma selectiva del derecho a la libertad de expresión y reunión; cuando se les priva del derecho a expresar su deseo (en tanto miembros del ejército); o no se les permite legalmente tomar decisiones médicas de urgencia sobre el amante moribundo, heredar las propiedades del amante muerto o recibir del hospital el cuerpo del amante fallecido: ¿no indican estos ejemplos cómo la “sagrada familia” constriñe, una vez más, los mecanismos que regulan y distribuyen los intereses relativos a la propiedad?

Queremos destacar tres puntos. Primero: la reproducción de lo comunitario se expresa en la cita en el argumento contrario: con el pretexto de luchar contra una estructura jurídica recalcitrante y reaccionaria, la minoría no puede sino establecerse como una prolongación de esa estructura, aunque sea bajo la modalidad de personas de segunda, que esperan calificar para ser personas de primera. En segundo lugar, el capitalismo, eso no dicho y el supuesto incuestionado, hace parte de la nueva izquierda multiculturalista (Zizek, 2001).

 

Parecería que todo termina bien cuando el homosexual hereda la propiedad del amante muerto, o cuando logra ser reconocido como persona jurídica, o puede expresar su opinión u opción en el ejército y así sucesivamente. Parecería que no se trata de una rebelión contra la Sagrada Familia, sino un intento por ser aceptado por ella. Va de suyo, en este caso, que las minorías sexuales existen en lo meramente político –lo jurídico– litigante –reformista– o en palabras de Fraser (1997), es un tema de aceptación o reconocimiento. Por último, es sorprendente que la rigidez del puritanismo familiar y su base económica, guíe las protestas multiculturalistas cuando en realidad el capitalismo mundializado, especialmente en Estados Unidos, se apoya en la libre circulación de voces y deseos en el mercado. Basta un ejemplo: el amplio abanico y la riquísima ontología de las perversiones para la industria del sexo.

Proceso de cierre y nuevos cortes

No hay ontología ni cosmogonía que no sea hipótesis de trabajo. Esto es lo que intentamos demostrar. Quizás uno de los mayores peligros al analizar la historia de Duchesneau-McCullough, sea terminar por obturar la problemática clásica de la infraestructura, de la base económica de la sociedad. Todo aquello que despuntaba como una protesta contra el autoritarismo estatal y burocrático, también contra la estructura y dinámica de la izquierda clásica, aquello que parecía una faena de debilitamiento de su ontología inherente, una vez caído el mundo socialista y en plena mundialización del capital especulativo, deviene en una celebración exacerbada de la democracia por la democracia. Eso que podríamos llamar izquierda protestante, el compromiso con los multiculturalismos en las culturas comunitarias del Primer Mundo, es su mayor evidencia. Quizás toda tolerancia política supone su gran no dicho: la intolerancia y robustez del capital o, como señala Brown (1995: 60): “[…] la influencia política de la política de identidad estadounidense parece lograrse, en parte, a través de cierta renaturalización del capitalismo”.

Más allá del debate sobre los derechos de esta pareja singular, vale la pena reiterar que su discurso sólo puede enraizarse en ese capitalismo renaturalizado, el cual reproducen en la particular comunidad que han creado.

La cultura capitalista es rigurosamente contemporánea. Creemos que es perfectamente posible reconstruir, formalmente, su linaje, a modo de trazo histórico que desemboca en ella. Las formas históricas de organización comunitaria –por ejemplo, las comunidades protestantes– son un claro antecedente de estas formas brutalmente asimbólicas o “no edípicas” del capitalismo contemporáneo. Como ya lo ha dicho Weber (2003), son su condición de posibilidad y citando a Gothein, agrega, son un vivero de la economía capitalista.

No podría entenderse totalmente la historia de la familia Duchesneau- McCullough sin comprender las diferencias entre culturas institucionalistas y comunitarias, distinción pertinente a la luz de la historia de Estados Unidos. Ambas definen dos formas diferentes de regular y cohesionar a las personas y, por lo tanto, dos prácticas opuestas de producción, circulación y apropiación de discursos, saberes, sujetos y experiencias colectivas. Es pertinente y necesario distinguir conceptualmente entre estas dos formas de agrupamientos de las personas y dos técnicas de regulación de las poblaciones: instituciones y comunidades (Weber, 2003).

La institución está estructurada por la terceridad del Estado. Las personas se reconocen sólo porque antes reconocen a la institución que las contiene y las sostiene: se reconocen sobre el suelo de la institución y por la garantía de la institución. Son capaces de verse sólo a través de la mediación y modelización de un tercero: el Otro, el Estado. Esa estructura, organización triangular, es reproducida por el funcionamiento de cualquier interpelación corriente: ciudadanos, correligionarios, camaradas, colegas, etc. La institución es propia de culturas de sujeción (Althusser, 1977, 1988).

La comunidad es totalmente distinta: horizontal, indiferenciada. Se diría que se levanta, en su aparente laxitud, como una fortaleza, precisamente para minimizar los riesgos de una intromisión del Estado, para conjurar el peligro de cualquier riesgo simbólico. El mundo es adentro/afuera, funciona de acuerdo a la subsecuente lógica defensiva, militar o policíaca. Un adentro pegoteado e inestructurado que trata de articularse en forma ritual y un afuera hostil hecho a golpes de exclusión y discriminación. La comunidad es propia de culturas de identidad o identificación. Aunque funcione más con relación a la autorización que a la autoridad, la institución responde siempre a un modelo vertical y autoritario. Todo en ella remite, envía, transfiere, representa. Es una máquina de producir sentido; todo se interpreta como en la Psicopatología de la Vida Cotidiana (Freud, 1999).

 

La comunidad, en cambio, es una máquina simple, pragmática, que incesantemente funciona: clasifica, cuenta, controla, censa. Es una sociedad de identificación y no de subjetivación. Rechaza o reyecta, no reprime. Más que sentido, la comunidad produce secuencias de orden. Si la institución es propiamente un aparato del Estado, de acuerdo con Althusser, la comunidad es antiestatal; si la institución genera individuos/sujetos (Althusser, 1977), la comunidad produce grupos, manadas, guetos, familias, minorías, hermandades: si la primera genera subjetividades, la segunda identidades (Freud, 1999).

Esos trazos se marcan en suelos movedizos, pues no es la simple asociación entre catolicismo/institución, protestantismo/comunidad, aunque algo de ello hay, reiteramos, hacen a la historia del capitalismo, contexto en el que debe ser interpretada también la historia que ha promovido estas reflexiones.

 

Bibliografía

Althusser, L. Ideología y Aparatos ideológicos del Estado. Buenos Aires: Nueva Visión, 1988.

— Posiciones. Barcelona: Anagrama, 1977.
3. Brown, W. States of Injury. Princeton: PUP, 1995.

Butler, J. “El Marxismo y lo meramente cultural”. New Left Review. 2 (2000): 109-121.

Donzelot, J. A policía das familias. Rio de Janeiro: Graal, 1986.

El País. “Sordos por decisión materna”. El País de Madrid, 9 de abril de 2002. 12-13.

Foucault, M. Historia de la Sexualidad I. La voluntad de Saber. México: Siglo XXI, 1977a.

— Vigiar e Punir. Nascimento da Prissao. Petrópolis: Editora Vozes, 1977b.

— “A gubernamentalidade”. En: Microfísica do Poder.10a Ediçao. Río de Janeiro: Graal,1992. 277-293.

— Hermenéutica del Sujeto. Buenos Aires: Altamira, 2001.

Fraser, N. Iustitia Interrupta. Reflexiones críticas desde la posición postsocialista. Bogotá: Siglo del Hombre Editores, Universidad de los Andes, 1997.

Freud, S. Obras Completas del Profesor S. Freud. Vol. VIII, XIV, XVII. Buenos Aires: Editorial Americana, 1943.

— Psicopatología de la Vida Cotidiana. Barcelona: Alianza, 1999.

Goffman, E. Estigmas. Buenos Aires: Amorrortu, 1999.

Gramsci, A. Cuadernos de la Cárcel. Tomo I. México: Ediciones Era, 1981.

Spivak, G. “Estudios de la Subalternidad: Reconstruyendo la historiografía”. En: Guha, R. Ed. Subaltern Studies IV: Writings a South Asian History and Society. Delhi: Oxford University Press, 1985. 197-245.

Weber, M. La ética protestante y el espíritu del capitalismo. México: Fondo de Cultura Económica, 2003.

Zizek, S. El espinoso sujeto. El centro ausente de la ontología política. Buenos Aires: Paidós, 2001

 

[1] Asistente Social egresada de la Escuela Universitaria de Servicio Social de la Universidad de la República, Uruguay. Egresada del Centro Latinoamericano de Economía Humana, Grado en Sociología. Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad Estatal de Campinas, Brasil. Profesora Agregada en Régimen de Dedicación Total del Departamento de Trabajo Social de la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República. Coordinadora de Posgrados y del Área Infancia y Familia del mencionado Departamento. Investigadora en áreas de concentración: infancia, familia, género y políticas sociales. Autora de diversos artículos y textos sobre tales temáticas. Coordinadora nacional de la Red Iberoamericana de Trabajo con Familias. Texto publicado en Tend. Retos Número 15/octubre 2010 en http://www.ts.ucr.ac.cr/binarios/tendencias/rev-co- tendencias-15-12.pdf

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